La Monarquía y el 14 de abril
AYER SE cumplieron 49 años de la proclamación de la Segunda República española, resultado no tanto del triunfo de las candidaturas de la oposición en los centros urbanos, con ocasión de unas simples elecciones municipales, como de un arrollador movimiento de opinión surgido del fondo mismo de la sociedad española y encabezado no sólo por dirigentes políticos y sindicales, sino también por los intelectuales y escritores que forjaron un nuevo Siglo de Oro de nuestro pensamiento y de nuestras letras en la tercera década de la centuria. La adhesión, sincera y comprometida, de fuerzas sociales y sectores de opinión de parecido signo, a finales de la década de los setenta, a la Monarquía parlamentaria de don Juan Carlos desmonta fácilmente la maniquea contraposición entre formas de Estado que sirvió a cierta historiografía para explicar los acontecimientos del 14 de abril de 1931.El vaciamiento de contenido democrático de la Restauración como consecuencia de una amplia convergencia de factores, desde las prácticas caciquiles de las cúpulas partidistas que se alternaban en el poder, hasta la incapacidad del sistema para incorporar a los socialistas y evitar el distanciamiento de los intelectuales, pasando por el quebrantamiento de la legalidad que implicó la dictadura del general Primo de Rivera, privó, a finales de los veinte, a la Monarquía alfonsina de las bases sociales sin las que ningún régimen puede mantenerse, y abrió el camino a la experiencia republicana. No fue la forma del Estado, sino su contenido lo que explica el derrumbamiento; ni siquiera dramático, de las instituciones monárquicas en 1931. Al igual que, hoy día, es el compromiso con las libertades y la democracia de don Juan Carlos lo que ha dado tan amplio consenso a la Monarquía parlamentaria española y reserva los ideales republicanos, dejando a un lado a los neofascistas que sueñen con un nuevo Saló, o a la ultraizquierda emparentada con el FRAP, a sectores minoritarios y respetables de opinión que han asociado demasiado estrechamente ciertos valores morales y principios políticos con el 14 de abril.
Sólo la torpeza o la inseguridad de nuestros gobernantes podrían explicar las acciones u omisiones destinadas a borrar de la memoria colectiva la proclamación de la Segunda República o a silenciar a las formaciones políticas o corrientes de opinión que, se mantienen fieles a su recuerdo. Que la Monarquía de don Juan Carlos ha servido de marco para el establecimiento de gran parte de las instituciones y pautas de conducta por las que lucharon muchos republicanos de 1931 parece un hecho difícil de negar. Pero inferir de esa observación la conclusión de que debería abolirse toda referencia positiva hacia los sentimientos, las creencias y los ideales nacidos el 14 de abril, bastantes de los cuales sobreviven hoy dentro de la forma monárquica de Gobierno, significaría, precisamente, comenzar a socavar las razones por las que muchos españoles que reivindican el nacimiento de la Segunda República pueden, al tiempo, no contemplar otro horizonte institucional, para el futuro que la Monarquía parlamentaria.
El líder de un partido denominado Esquerra Republicana ocupa hoy la presidencia del Parlamento catalán. Personalidades notables del exilio cultural y político y hombres y mujeres de las nuevas generaciones militan en grupos como ARDE. Su presencia en la vida política española es un buen argumento para que una parte de quienes se consideran herederos de la España republicana puedan, hoy día, no sentirse republicanos y solidarizarse con la Monarquía de don Juan Carlos sin conflictos morales de ningún tipo. Conflictos, sin embargo, que pueden surgir al contemplar cómo las autoridades gubernativas utilizan indiscretamente sus facultades discrecionales a la hora de autorizar actos conmemorativos del 14 de abril, o al comprobar el distinto trato que la España oficial ha dado a la memoria de Alfonso XIII y a la de los dos hombres -Niceto Alcalá-Zamora y Manuel Azaña- que le sucedieron en la Jefatura del Estado.
Afortunadamente para. todos, las tentativas apuntadas al comienzo del proceso de la reforma política de ¡legalizar los partidos con nombre o emblemas republicanos se saldaron con un fracaso: el señor Barrera, que tan notable éxito cosechó en las elecciones catalanas del mes pasado, ocupa ya un destacado lugar en las instituciones del Estado, y otras formaciones con denominación republicana, pese a las trabas y dificultades que muchas veces encuentran para realizar su labor, aspiran a ampliar su área de influencia y a conseguir, en su día, escaños parlamentarios. Queda, sin embargo, pendiente la restitución a nuestro legado histórico de los nombres, los símbolos y las fechas que el sectarismo ideológico, la incapacidad de reconciliación y -¿por qué no decirlo?- el ultramonarquismo cortesano y adulador de algunos neomonárquicos quisieran borrar para siempre de la memoria colectiva de los españoles.
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