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Sobre patrimonio artístico y otras charlatanerías

Quizá fuera suficiente comprobar las innumerables veces que en los mass media de este país, o en los discursos de sus políticos se habla de cultura, y concretamente del patrimonio histórico y artístico, para concluir muy acertadamente que son cosas que interesan muy poco o nada absolutamente. Y hay algo todavía más obvio que estas deducciones psicológicas, especialmente en este último aspecto de nuestra herencia nacional artística e histórica: las ruinas, los expolios, la incuria, la indiferencia, la ignorancia, el oficialismo, la absoluta ausencia de sensibilidad y de educación en ella. Aunque todo ello viene coleando desde lejos, claro está.Un medievalista como Georges Duby, por ejemplo, ha señalado la fecha de 1789 como fecha fatídica para el arte de su país, porque la Revolución se lanzó a hacer tabla rasa del pasado. El camino había sido preparado, desde luego, por el ingenuo progresismo de la Ilustración y su conciencia de estar alumbrando un mundo nuevo. Las ideas mas lúcidas y fecundas, más positivas y maduradoras del hombre, como esta del «atrévete a pensar» de la Ilustración, se propagan necesariamente en ondas cada vez más amplias, cada vez más débiles y más corruptas, hasta tornarse perfectamente idiotas o locas, como nos ha mostrado Flaubert en Bouvet y Pecuchet; y gentes que no tenían nada que pensar lo sustituían de la mejor gana por la aniquilación orgiástica del pasado. Las iglesias comenzaron a ser estucadas para ocultar los horrores góticos y románicos de los tiempos bárbaros de la opresión medieval, o fueron blanqueadas en honor a la higiene. La pequeña mente utilitarista del burgués, a quien fascinaban los relojes y las máquinas neumáticas o eléctricas, fue zarandeada por el odio al clérigo y al aristócrata, en quienes se encarnaba toda la maldad del antiguo régimen, y no dudó un momento en colgar al uno de las tripas del otro, hendiendo tranquilamente un clavo en la frente misma de un santo románico o de una virgencita gótica, cuya belleza le resultaba tan extraña y bárbara. Y el XIX sólo hizo que aumentar aún más, en el burgués, esta misma fiebre.

En España, concretamente, son las dos desamortizaciones -la de Mendizábal y la de Espartero, pero sobre todo la primera, que por lo demás seguía a otra anterior, aunque frustrada, desamortización de José I, y a los desastres de la francesada- las que liquidan en buena parte nuestro patrimonio artístico: se confisca la propiedad de manos muertas, pero, de paso, se expolian las riquezas artísticas, si son convertibles en dinero, o se demolen, si no se ve su utilidad. Don Carlos Marx diría, con toda razón, que el artista, el poeta o el científico ya no eran, como en la Edad Media, hombres revestidos de algún manto sacral que ayudaban a transcender la vida, sino meros criados útiles o inútiles, según su rendimiento, y así también serían consideradas sus obras.

Cuando, más tarde, Lenin se enfrentó al mismo problema de distinguir entre lo que sería útil o no útil para la Revolución, se decidió también por la demolición de iglesias y monasterios, y Gorki le escribió una carta en la que le disculpaba de tan brutal idea sólo en razón de su condición de aristócrata que no podía comprender lo que la belleza de los iconos significaba para las gentes pobres que ni siquiera habían comido, para quienes la vida era terrible: las iglesias deberían permanecer ahí con sus pinturas y sus oros; el único tesoro del pueblo. Pero hablaba en balde. Y el fanatismo y la idiocia de los burócratas del partido se encargarían, al fin, de arrasar todo o de concentrar aquellos tesoros en museos especiales como testimonio de una época de superstición sin planes quinquenales ni pesadas excavadoras, ni cuadros sobre la producción de esta o la otra mercancía. Y nuestra suerte española no ha sido mucho mejor.

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También los revolucionarios de nuestra guerra civil creían estar venciendo al dragón de la injusticia, cuando quemaban, por ejemplo, el monasterio de Sijena; y, luego, los ediles y gentes de dinero han creído estar sirviendo al progreso de nuevo si sustituían los soportalitos de madera de una pequeña ciudad castellana por estructuras metálicas y viguetas de cemento, o cubriendo de ladrillos de cara vista el arco de una puerta de dovelas. Y otras gentes se han lanzado a la compra de vejeces, no porque no les parezca, efectivamente, bárbara la pintura románica o gótica, o no porque les guste una pintura o unos ángeles barrocos,sino porque todo esto es inversión.

¿Y el Estado? ¿Y los entes oficiales culturales? ¡Ah!, el valor artístico se ha decidido según la rentabilidad turística o académica, y en atención a las grandes firmas. La belleza que no lleva «firma» es como un cheque sin fondos. La ausencia secular de cuidados ha hecho, además, que docenas y.aun cientos de monumentos, pinturas o esculturas, estén reclamando a un mismo tiempo consolidación o restauración, y se necesitaría un presupuesto astronómico para llegar a todas partes. Se necesitaría, en cualquier caso, que todas estas cosas interesaran, porque con frecuencia es suficiente un cemento consolidador no muy caro para que un fresco románico no se venga abajo, pero si este fresco está en una aldea y la aldea no se encuentra en ruta turística, se decide dejarlo caer, en el caso de que se tenga noticia de su existencia misma. Cuando todo haya acabado de caer -si es que esta hora no está llegando o no ha llegado ya- se comenzará a parlotear de cultura o de historia y arte, que, para más «inri», en nuestra sociedad tecnológica también se han convertido en saberes esotéricos y técnicos con sus expertos. Como si la befieza no estuviera ahí para ayudar a vivir y a transcenderse a todos los hombres, como si el arte y la conciencia de identidad histórica no fuera necesario que estén ahí, para permitirnos seguir siendo hombres, y no meros supervivientes biológicos cercados de coches, de snaks o pubs, de silos y garajes, más interesantes ya para tantos seres humanos que la Moreruela o San Clemente de Tahull.

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