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La bella desconocida

Y tan desconocida. Ahora resulta que en la vetusta crestería de la muy noble y antigua catedral de Palencia, entre grifos y leones y demás imaginería medieval, hay también un fotógrafo, con su cámara y todo, inclinado peligrosamente sobre el abismo de la calle, como dispuesto a hacer pasar a la posteridad la vida y horas de los paseantes. Debe tratarse del más insólito monumento nunca alzado en honor de la prensa gráfica y a la vez a la amistad entre dos hombres. Según parece, uno de ellos fue don Jerónimo Arroyo, encargado de restaurar, a principios de siglo, una gárgola maltrecha; el otro, don Albino Rodríguez Alonso, fotógrafo incluido en los anales de la inmortalidad, por obra y gracia del arte y buen humor de unos años, sin duda, bien diferentes de los nuestros.En éstos, de desencanto y aquelarre, no viene mal imaginar las veladas de los dos amigos intentando dar forma a su proyecto. Habría que ver la cara del fotógrafo, a quien, tras conocer en su retina y placas generaciones y semblanzas de rostros y monumentos palentinos, se le ofrecía ahora, en recompensa, pasar a la posteridad, nada menos que convertido en gárgola.

A buen seguro que protestaría, que en un principio argüiría: .«Ten cuidado, Jerónimo, que lo van a notar.» Y el amigo Jerónimo, sin perder el rumbo o la paciencia, respondería convencido: « ¡Cómo van a notarlo, si aquí no viene nadie!» Para que luego digan que el humor no es cosa de Castilla. Si la cosa sucede en Compostela, a estas horas ya le estarían preparando un libro. De ocurrir en Valencia, ya tendría su falla; si llega a acontecer en Cádiz, para qué las comparsas y las murgas. El caso es que, quieras o no, don Albino cedió y el tiempo y el cincel fueron dejando testimonio de aquellos buenos días de los dos, a solas con su secreto compartido. Aunque si bien se mira, no debió serlo tanto, pues colocar la estatua, alzarla con los medios de entonces, no debió ser cosa de dos días o asunto de unas noches. ¿Cómo llegó don Alonso a las alturas? ¿Qué razones dio don Jerónimo al Cabildo? La historia calla, al menos hasta hoy, y si hubo oposición, hay que reconocer que el arquitecto se mantuvo en sus trece, desde el taller hasta colgar en lo más alto de la capital aquella efigie insólita.

La lluvia, cuando no la nieve, las heladas, el viento y el granizo fueron cayendo como los días sobre el cuerpo tendido hasta condecorarlo con el verdín austero y la dorada pátina de los viejos leones y dragones vecinos. Seguramente, los dos cómplices pasearon alguna vez bajo arcadas y tímpanos esperando sorprender una mirada, un gesto de extrañeza; quizá don Albino Rodríguez Alonso, fotógrafo de la Comisión Provincial de Monumentos, hizo algún día una pausa en su trabajo mirando hacia lo alto para verse a sí mismo en el espejo fiel del cielo despejado. ¿Qué pensaría aún hace pocos años acerca de la inmortalidad, del arte, de los estudios eruditos? ¿Rozó algún día la humana tentación de tirar de la manta proclamando la verdad de su retrato? ¿Qué virtud o valor frenaron pluma y voz? De todas formas, el episodio de la falsa gárgola no pasó a la historia de su catedral ni a los archivos de los sabios. Desconocida como el mismo templo, probablemente olvidada a su vez, su suerte parecía decidida para la eternidad. La lluvia siguió anegando arbotantes y fachadas, el viento alzando tejas, cal y canto, afrentando pilares, amenazando ruinas, en tanto don Albino arriba, dueño y señor de cielos como del mundo abajo, veía desfilar ante su cámara foráneos ocasionales y humildes palentinos. Aquel sol de Castilla que, en tiempos conoció por vocación y oficio, despiadado en los rostros y amigo de los trigos, debió quemar su espalda en las alturas, el recio levitón y su nuca revuelta. Si se pudieran revelar sus placas que, a buen seguro, se llevó al purgatorio de los buenos fotógrafos o al paraíso de los fieles amigos, los palentinos de hoy podrían reconocer su villa desde lo alto, el perfil de los viejos, los juegos de los chicos, la zarabanda de los jóvenes, los lamentos vespertinos del coro. Podrían reconocerse en sus bodas y muertes, en su afán cotidiano a lo largo de un siglo. Quizá sus placas guarden recuerdo particular y desvaído de las primeras huelgas y las primeras jornadas de descanso dominical, de Ramón y Cajal, flamante premio Nobel. Por entonces, Alfonso XIII se casaba y Albéniz, en París, vivía y estrenaba. Unamuno poeta y Menéndez Pidal a la sombra del Cid, iniciaban, como se dice ahora, una sonada década. De toda ella, en todo o en parte, a más de monumentos provinciales, a buen seguro quedó huella en la cámara de don Albino, arriba entre sus arquitrabes o en la del otro, recientemente fallecido, en sus trabajos más a ras de tierra.

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Del primero, señor de las alturas, ¿qué será ahora, una vez descubierta su presencia y aventura tras tantos años de silencio? ¿Qué dirá el Patrimonio, siempre alerta? Ante tal precedente, ¿permitirá que, por ejemplo, Chueca Goitia coloque en lo alto de la catedral de Madrid a su pariente Benet? ¿Con qué estallido de cólera vendrá a amenazar nuestra reciente Adelpha, tan amiga de iconos como enemiga de restauraciones? A fin de cuentas, esa gárgola espúrea atenta contra todos los cánones del arte. Sólo la salva el buen humor, y éste, como se sabe, no casa bien del todo con las normas que rigen tales casos. ¿Bajarán a don Albino de su trono? ¿Permitirán que siga en él? ¿Callarán los responsables o envolverán en un mutismo calculado este asunto de amistad y gloria? Es de esperar que el buen sentido prevalezca. Los palentinos de hoy no van a consentir desprenderse de su nuevo héroe. A fin de cuentas, en un país de tanto desconocido ilustre, esta desconocida catedral quizá convoque ahora el interés o la curiosidad, gracias a don Albino y don Jerónimo, después de tanto tiempo de pereza anónima, después de tantos días de indiferencia a lo largo de siglos y más siglos.

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