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La política de la bicicleta

Juan Luis Cebrián

«No tengo ningún apego al poder. Si el partido quiere que me vaya me voy, pero no pienso dar un giro a la derecha.» Con estas escuetas palabras telefónicas, Adolfo Suárez contestó anoche a las interrogantes sobre la crisis abierta en el partido del Gobierno. Los recientes fracasos de UCD en Andalucía y el País Vasco han sido los desencadenantes de la situación. La vieja alianza de democristianos y falangistas en su versión moderna (Landelino Lavilla y Rodolfo Martín Villa), alianza que tan bien funcionara durante el franquismo, se mueve de nuevo hacia las metas del poder. ¿Es el momento de desmontar al hombre de la transición? UCD se ve aquejada de viejos males. Y la cuestión de las autonomías la ha puesto al borde del precipicio. Ya se habla de nerviosismo -otra vez- en los cuarteles, de presiones sobre el Rey, con el que ayer mismo cenaba el presidente del Gobierno. ¿Cuál es la alternativa? ¿Un gobierno de coalición, como Carrillo reclama? ¿Es que ha llegado la hora del PSOE? ¿O puede ser el turno de los paladines del antiguo régimen? Una operación meliflua, pero consistente, de parte de algunos generales -quizá en la escala B- consistiría hoy en tratar de resucitar el cadáver político de Torcuato Fernández Miranda. Otra operación, posible pero improbable, sería desmontar desde la propia UCD a un Suárez al que pintan, y no sin razón, rodeado de sus fieles en la Moncloa, atrincherado y solo ante las dificultades.Dentro de una semana el partido del Gobierno cosechará de nuevo una nueva derrota en Cataluña. El presidente del Ejecutivo saldrá el viernes hacia Barcelona a tomar parte en la campaña de unas elecciones que se avecinan nada halagüeñas para él, sin Cataluña, sin el País Vasco, sin Andalucía, Suárez terminará siendo el presidente de las dos Castillas, dicen los socialistas. Arreglará quizá lo de Afganistán, pero, a la postre, no sabe qué hacer en Huelva, espetan en el seno de la propia UCD.

Los resultados de los comicios en Euskadi y el referéndum andaluz no son, sin embargo, los únicos indicativos, por más que resulten los más relevantes, de los errores gubernamentales. Este país supera oficialmente el 10% de parados respecto a la población activa, y hay que añadir a esas cifras, ya de por sí desoladoras, casi medio millón de jóvenes desempleados del primer trabajo. Las autonomías y la crisis económica son hoy, pues, las dos ruedas de la inestable bicicleta sobre la que pedalea Adolfo Suárez. Su problema es que no puede pararse, pues se caería.

Estas dos cuestiones, que afectan a la estructura del Estado y a las relaciones de propiedad, son ya históricas entre nosotros. Azaña decía en los albores de la Segunda República que, resuelta la ruptura política respecto al régimen monárquico, la transformación de la vida española pasaba por tres puntos: la cuestión autonómica, la social y la religiosa. No es ajena esta última a las tensiones de poder que se aprecian en nuestro panorama, pero no es el momento hoy de referirse en profundidad a ella. Merece la pena en cambio detenerse un poco en el tema de las autonomías, que es el que está desatando una crisis política de tamaño tal que hace declarar por primera vez al presidente de UCD su propósito de abandonar si el partido no le apoya.

Ante todo, pienso que es preciso distinguir entre lo sucedido en Andalucía y las elecciones vascas. El plebiscito andaluz no responde, diga lo que diga la izquierda, tanto a sentimientos de identidad nacional, como a una situación social y económica de verdadero empobrecimiento y caos. Las torpezas de UCD fueron tan enormes, además en el planteamiento de la cuestión, que aquello se dirimió por un sofisma.

Quienes votaron sí al artículo 151 votaron en realidad no a la prepotencia gubernamental, a los abusos del poder y al mantenimiento de una situación política que garantiza la pervivencia de las oligarquías y la extensión del paro en toda la región. Votaron también sí a Andalucía, desde luego, pero no era Andalucía lo que estaba en juego, sino un reto político, al poder constituido aprovechado con habilidad y audacia por los socialistas.

El tema vasco ofrece perfiles muy diferentes. Quienes insisten en señalar el nivel de abstención ante las urnas como queriendo desvirtuar el significado de los resultados vuelven a practicar la política del avestruz. Los sentimientos nacionalistas y hasta secesionistas están amplia y hondamente arraigados en la población vasca desde hace más de un siglo y no son comparables las apetencias y razones de autogobierno que allí anidan con las de la mayoría de las regiones españolas. En el País Vasco, el voto al Parlamento ha definido bien claramente la opción nacionalista de la población. No ha sido planteada además como un reto al modelo de sociedad supuestamente representado por UCD , sino como autoafirmación de la decisión de cumplir al límite con las posibilidades del Estatuto de Guernica. El vértigo que ha sufrido la clase política madrileña después de este resultado es lógico, pero inadmisible. Se debe a que nadie les ha explicado suficientemente que, en efecto, el Estado que estamos construyendo es el Estado de las autonomías, y resultaría absurdo que en unas elecciones al Parlamento vasco triunfaran precisamente los partidos sin vocación vasquista. Esto lo apuntó con acierto la misma noche electoral Juan María Bandrés, uno de los pocos políticos profesionales y una de las cabezas mejor construidas con que cuenta nuestro Parlamento.

Las autonomías, en sus dos versiones, la del artículo 143 y la del 151 de la Constitución, con sus Parlamentos y sus Gobiernos, responden a una concepción explícita del Estado español. En el seno de la Constitución no son una amenaza para ese Estado, sino su nucleación fundamental, y .no viene a cuento rasgarse las vestiduras precisamente cuando por fin se pone a funcionar un proceso de autogobierno en Euskadi que puede, a medio plazo, pacificar el país y contribuir de forma notable a su recuperación económica.

Del pleno ejercicio de las autonomías y notablemente de la experiencia vasca y catalana dependen por eso la construcción del Estado democrático y, en definitiva, la libertad y dignidad de los españoles. De que Andalucía y otras regiones encuentren igualmente su capacidad de autogobierno, que pasa por la destrucción de los caciquismos locales y por la búsqueda de una identidad propia, y no mimética respecto a otras nacionalidades, depende también el futuro político español a muy corto plazo.

El cambio es, sin embargo, tan cualitativo que resulta imposible de hacer si otras cosas fundamentales de la estructura del propio Estado no son reformadas, y de manera esencial la Administración. Es absurdo querer construir un Estado basado en la tradición autonómica, federalista o foralista de la unidad española y mantener una Administración fuertemente centralizada, al estilo francés, que es la que funciona, por mal que funcione, en este momento.

Se comprende, en cualquier caso, que los nostálgicos del antiguo régimen tiemblen ante este fenómeno, que no amenaza con desmembrar al Estado, sino a un modelo de Estado preciso, ya desmembrado en muchas otras cosas, y que, pese a su supuesta unidad, en sus modelos de la restauración y de la dictadura, no ha dejado de perder provincias y territorios ni de recular en la defensa de esa unidad tan predicada.

Se entiende menos, sin embargo, que las críticas en el partido del Gobierno surjan precisámente a raíz de este contencioso. Uno esperaba ver a los barones ucedistas sublevarse contra la prepotencia del presidente en el último congreso, contra el mantenimiento de una política económica descabellada, contra los retrocesos experimentados en la política educativa o el uso de las libertades, contra lo sucedido en Televisión o las injerencias eclesiásticas en el derecho de familia, contra un cierto sistema de favoritismo y validos, que Suárez emplea en la gobernación del país. Lo hacen, en cambio, a raíz de unos descalabros electorales absolutamente previsibles en el terreno autonómico y al olfato de que los poderes institucionales -el Ejército, vamos- se ponen cada día más nerviosos con la cuestión vasca y catalana. Dicen que UCD ha comenzado así a romperse. Mentira, porque UCD no existía como partido.

Suárez va a poner a prueba su talento en las próximas semanas, precisamente no frente a su oposición política natural, que es la izquierda, y de modo especial los socialistas, sino -frente a los mandarines de UCD y a las bases de su partido, inquietas por estos motivos. Pero la alternativa a Suárez no puede venir desde más a la derecha, sino desde más a la izquierda, y debe instrumentarse seria y razonablemente, como se ha hecho con los propios procesos autonómicos: en el marco de la Constitución.

Eso abre las especulaciones sobre una crisis ministerial que aliviara la presión sobre el presidente, o una intervención del Monarca que le instara a la dimisión. Ambas cosas son improbables, y hay que añadir que poco deseables. UCD gobierna por mandato popular en las urnas, y en una democracia a una crisis de este género hay que darle salida apelando siempre al mandato popular. Una remodelación ministerial que no supusiera un cambio significativo en la política ucedista no tendría sentido. Y en este momento de retroceso general de las libertades y de creciente derechización del partido del Gobierno, un relevo en su seno sugiere lo peor. El intento socialista de presentar un voto de censura necesitaría la ruptura de UCD y el apoyo de los nacionalistas, algo bastante incongruente, toda vez que el PSOE padeció parejo descalabro en las propias elecciones vascas. Un Gobierno de coalición sería un suicidio para la alternativa socialista cara a la próxima legislatura. Un relevo forzoso en la presidencia de UCD que no venga por la dimisión de Suárez es casi imposible: exigiría un congreso extraordinario para destituir a un presidente elegido por mayoría absoluta hace menos de dos años. La posibilidad final de anticipar las elecciones generales parece tan remota como fuera de lugar.

UCD debe encararse hoy con su propia faz, que no es otra que la de su actual presidente. Y éste no puede quedarse atrincherado para siempre ni en la columna ni en la alcantarilla de Peridis. Por lo demás, no voy a venir yo a descubrir de nuevo todas mis dudas sobre las características de Adolfo Suárez como estadista, pero en su mano está el disiparlas. Debe explicar, pública y urgentemente, al país qué idea tiene sobre el Estado de las autonomías, cómo y cuándo debe funcionar y cómo ha de quedar reformada la Administración central.

Hay un cuento indio, que el profesor Duverger narra, muy ilustrativo sobre lo que está sucediendo entre nosotros. Cinco ciegos pidieron ser llevados ante un elefante, ya que tanto les hablaban de cómo eran estos animales. El primero tocó la trompa y dijo: «Bah, es un tubo.» El segundo palpó la pata: «Es un tronco de árbol. » El tercero cogió el rabo: «Es una cuerda.» El cuarto tocó un colmillo: «Es una estaca afilada.» Por fin el último chocó con el cuerpo y dijo: «Es un muro.» Alguien tiene que haber en esta España que sepa ver al elefante en su conjunto. Alguien que arroje una luz sobre la idea de la construcción del Estado. Mientras tanto, Suárez no tendrá otro remedio que seguir dándole a los pedales de su bicicleta. Aunque sólo sea para mantener el equilibrio.

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