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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El fantasma del paro

El lentísimo crecimiento de la economía española está provocando un continuo aumento del paro. Las cifras de la encuesta de población activa para el cuarto trimestre de 1979 totalizan 1.334.200 parados, es decir, que de los 13,5 millones de españoles que constituyen la fuerza de trabajo, el 10, 14% se encuentra inactivo. Estas magnitudes eran inimaginable sólo hace unos años y cualquier comentarista de temas económicos o políticos las hubiera asociado a una situación de enorme inestabilidad política y social. Afortunadamente, los mecanismos correctores, en especial el seguro de desempleo, han suavizado las devastadoras consecuencias que el paro habría tenido en el nivel de vida de las familias. Pero la duración de la crisis y las incertidumbres que gravitan sobre una solución, junto al hecho de que los períodos cubiertos por el seguro empezarán a vencer, aproxima el azote de la miseria a muchos hogares.El fenómeno del paro arranca de la crisis del petróleo de finales de 1973. Entonces el Gobierno del general Franco no adoptó ninguna medida correctora, precisamene en un país con una dependencia enorme del petróleo importado. El nuevo régimen monárquico-democrático heredaba así la ilusión de que el problema energético podía ser olvidado. No entró a formar parte de nuestras costumbres sociales el ajuste que norteamericanos, japoneses y muchos europeos se aprestaban a realizar a través de una austera política económica que incluía la aceptación por parte de los sindicatos y de gran parte de la clase trabajadora de un menor crecimiento de los salarios y la necesidad de ajuste en numerosas empresas. En definitiva, la reglamentación laboral de Girón y Solís se asumía como una conquista de la clase obrera, mientras se mantenían los ojos cerrados a las nuevas exigencias provocadas por el encarecimiento de los precios del petróleo y a la necesidad de promover su ahorro y su progresiva sustitución por otras fuentes de energía.

El resultado en la segunda mitad del decenio de los setenta no ha sido otro que un menor crecimiento de la economía española y un mayor aumento del paro en relación con otros países. El estancamiento ha supuesto una reducción del empleo y la entrada masiva de trabajadores en el ejército de parados. Este fenómeno cíclico se ha agravado, en primer lugar, por el retorno de por lo menos unos 200.000 trabajadores españoles empleados hasta entonces en Europa.

Además, el crecimiento demográfico de la población española, gracias a la caída de la tasa de mortalidad desde 1958 y la expansión de la natalidad entre 1957 y 1964, produciría un incremento medio anual de los jóvenes comprendidos entre quince y veinticuatro años de 104.000 en el quinquenio 1975-80, frente a los 55.000 del decenio 1960-70. Los chicos y las chicas salvados por la penicilina y engendrados en mayor número bajo el optimismo de la primera ola de prosperidad de una miserablemente larga posguerra llegaban a las puertas del mercado de trabajo cuando se estaban cerrando.

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La crisis afectaba, por su parte, con gran intensidad, a una serie de industrias, como la construcción y la naval, cuya importancia relativa en España era superior a la de otros países. Otras industrias se encontraban metidas en ambiciosos programas de expansión -siguiendo las recomendaciones marcadas por la política económica del momento-, en gran parte financiados con créditos de terceros, es decir, con dinero caro que debía ser reembolsado en medio de una coyuntura de ventas desastrosas. La posibilidad de disfrutar un aceptable seguro de desempleo ha debido también jugar un papel en un país como el nuestro, donde el ocio había sido el patrimonio de los hidalgos y de los pícaros profesionales. Estos factores específicos han contribuido a agravar el problema del paro en España, y aunque en un próximo futuro su ritmo de crecimiento sea menos rápido que en los últimos dos años, las cifras totales continuarán creciendo. Se perpetuará así una situación de grave injusticia entre los parados y los ocupados con un sueldo o un salario indiciado.

Los sindicatos concentran sus reivindicaciones en la subida permanente de los salarios y en la garantía del puesto de trabajo. El resultado es un menor empleo. En Estados Unidos el número de personas empleadas ha crecido de modo espectacular en 1979, aunque el incremento de la producción sólo ha sido ligeramente superior al de España. Pero mientras el salario-hora por persona ocupada ha crecido en EEUU por debajo de un 8%, en nuestro país lo ha hecho en un 24%, con situaciones de inflación muy parecidas. Cuando el trabajo se abarata, las empresas intensifican su utilización, y el número de personas ocupadas dentro de una misma familia permite mantener e incluso aumentar el nivel de consumo del hogar.

El Gobierno, por su parte, no puede seguir limitándose a anunciar malas noticias y a esconderse detrás del nuevo Estatuto de los Trabajadores o de los pactos del acuer do-marco. Por supuesto que se trata de hechos positivos en la reformulación de unas normas y actitudes más flexibles y realistas, pero hay que combatir sin tregua, día a día, el fenómeno del paro sin consolarse en que se han conseguido pactos o leyes. La ejecución de la política del sector público sigue siendo calamitosa. En período de bajo crecimiento de la inversión privada, la inversión pública se contagia y se encoge, mientras aumentan, por el contrario, los gastos corrientes para el pago de funcio narios recalificados. Las disposiciones sobre empleo de jóvenes o parados son excesivamente burocráticas, y su utilidad es, por desgracia, muy escasa.

El espectáculo es, precisamente, el de una Administración del Estado y el de una clase política y sindical preocupadas por el paro, pero más preocupadas por sus propios problemas y con pocas ideas sobre cómo convencer y organizar a la sociedad para enfrentarse con realismo a una nueva situación. Mientras tanto, losjóvenes y adultos a la búsqueda de un primer empleo o los despedidos quedarán discriminados no porque sean incapaces de realizar un trabajo duro o particularmente cualificado, sino sencillamente porque la sociedad se ha mostrado incapaz de luchar sin prejuicios y con decisión para resolver el dramático problema del paro.

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