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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Escolarizar y educar

De suyo son cosas distintas, pero las confundimos en nuestras disputas, y no por falta de criterio, sino por la fuerza de nuestras emociones. La escolarización es una consecuencia de la industrialización, que comenzó en Occidente a primeros del siglo pasado y a la que accedió España hace unos veinticinco años.Escolarizar consiste en segregar a los menores de los adultos mediante el procedimiento de alojarlos en lugares ad hoc, bajo el cuidado de especialistas, seis o siete horas al día, durante casi todo el año. La escolarización fue un corolario de varias cosas: de la prohibición del trabajo a los menores, de la generalización de los certificados de educación como condición para entrar en el mercado de empleo, de la necesidad de proteger a los niños de los riesgos y las durezas de la ciudad industrial y, sobre todo, de la conveniencia de liberar a los trabajadores de una atención constante a la prole. Porque la industrialización lleva también consigo la fruición del presente, es decir, que las parejas ya no pueden ser inducidas a tener hijos si la sociedad no les ayuda a librarse de ellos durante cierto tiempo.

La educación, por su parte, es la acción de influir en la conducta ajena y, aunque se produce constantemente, de muchas maneras y con muchos destinatarios, tiene una tradición de concentrarse en los jóvenes para que éstos reproduzcan los valores, las pautas de comportamiento de sus mayores.

La educación de los menores se hacía, hasta la industrialización, de dos maneras. En la vida, en el trabajo, para la mayoría, y en las casas de los nobles y burgueses o en sus extensiones naturales, que eran las escuelas eclesiásticas, para los que, por condición social, estaban exonerados de la obligación de trabajar precozmente.

Cuando la industrialización se fue consolidando en Europa, el sistema educativo formal se convirtió a la vez en dos cosas: en un modo de escolarizar y en un modo de educar. Sobre cómo educar hubo y hay una continua disputa de pedagogías. Sobre cómo escolarizar, apenas. Desde aproximadamente mediados del siglo pasado, los Gobiernos y, en especial, los ayuntamientos crearon una red municipal de escolaridad obligatoria que es hoy ya un patrimonio Público muy ancho y bien cuidado, cuyo uso es gratuito o mediante tasa de utilización. No obstante, persiste un resto de educación no pública, general mente eclesiástica, de pago. Y a veces, por razones de distribución geográfica de recursos, se la protege fiscalmente. En España apenas se ha dado esa modernización, y hoy, las seis o siete grandes ciudades de nuestra industrialización todavía no tienen esa red pública que es básicamente un complemento de la vivienda, como lo es la farmacia, el dispensario o el supermercado. Esto produce esa dislocación de la jornada y de los nervios ciudadanos, que consiste en las operaciones matutinas de trasladar niños de un lado para otro, con el consiguiente gasto de dinero y energía. La escolarización en las ciudades es un problema de suelo público más que de otra cosa. En los nuevos parques de viviendas ya no hay tanto problema porque se obliga a los constructores a facilitar equipamientos colectivos. El problema es el casco urbano, donde las organizaciones religiosas han vendido gran parte de su patrimonio educativo y se han trasladado a las afueras.

No parece que se pueda resolver nuestro problema, y no hay una peculiar vía española a la escolarización, si no se hace una cuantificación de los menores de cada barrio, con su proyección de futuro, y se realiza una expropiación de uso a los colegios públicos y privados, obligándoles a atender preferentemente a su clientela cercana. Sólo de ahí se puede partir para completar la escolarización por la que nuestros asalariados claman. En los pueblos o en las ciudades pequeñas el problema apenas existe. Y como contrapartida, las grandes carencias están en los cinturones industriales de las capita les, especialmente por lo que se refiere a guarderías.

Pero nosotros tenemos un problema mayor, hijo de nuestro retraso. La educación de pago es en España un ingrediente de la movilidad social, un consumo conspicuo de ascenso burgués. Dada la baja calidad de nuestra escolaridad pública y sus connotaciones costumbristas, muchos recién llegados a la industrialización, en vez de presionar a favor de la escuela de barrio, ambicionan para sus hijos la otra. Es un hábito reflejo de mimetismo social, como lo fue el que la esposa se quede en casa y no tenga que trabajar fuera. Estos nuevos burgueses unen sus intenciones y sus votos a los que disfrutaron siempre del otro modelo. Y ambos piden que su opción sea sufragada con el mismo dinero que debe servir para mejorar y ampliar la deficiente red municipal. No cabe mayor irracionalidad en un proceso de escolarización, sobre todo en tiempos de recesión económica. Pero esta irracionalidad esconde una gran verdad, y es que los asalariados de la industrialización, la mayoría de nosotros, entendemos que la escolarización de nuestros hijos, como otros servicios públicos, es una parte del salario que recibimos del sistema; el sistema es la: suma de los empleadores y el Gobierno, y no debemos ser obligados a invertir en él nuestra cada vez más magra renta libre. Porque el otro tema, el ideológico, tiene, a mi juicio, menos importancia.

Las ciencias sociales, que los maestros consumen cada vez más, prueban hoy que la socialización de los menores no es sólo obra de la escuela, sino de la familia, la pandilla, la tele, el tebeo, y que ningún sistema educativo puede contradecir seriamente su entorno. El mejor ejemplo de esta tesis somos nosotros mismos. Pocas generaciones han sido educadas con mayor impunidad que los niños que fuimos al colegio en zona nacional y después de la guerra civil. Aquellos religiosos lo tenían todo a su favor. Y, sin embargo, han bastado diez, veinte años de desarrollo económico, de variación del entorno, para que aquellos mismos niños, ya adultos, organicemos nuestra vida justo en torno a lo contrario de lo que nos enseñaban. Porque, y es otra averiguación de las ciencias sociales, el ser humano no es, como quieren algunas pedagogías, un robot al que se puede programar desde pequeño para un comportamiento predecible, sino una criatura plástica, variable, que se acopla al medio ambiente y por ello sobrevive.

El gran enemigo de cualquier control ideológico sobre la escuela es el variopinto mundo de la ciudad moderna y, sobre todo, el magisterio. Porque el oficio de maestro es otra pericia más de la industrialización y aunque se les valore sobre todo por su condición de baby sitter por horas, ellos se tienen por expertos y desarrollan una especialización que no están dispuestos a subordinar al dictado de nadie. Y esto lo practican tanto los maestros civiles como los eclesiásticos, en la medida, naturalmente, como todos, de su libertad profesional.

Retrasar la funcionalidad de la escuela a la vivienda y contradecir la profesionalidad del magisterio, que así entiendo yo la sustancia de los proyectos gubernamentales, me parece que es zafia manera de modernizar la educación española. Con este mismo título y similares argumentos escribí un artículo en Ya, en 1974. Han pasado seis años y estamos en las mismas.

Alberto Moncada, profesor de la Universidad de Standford (Estados Unidos), es sociólogo especializado en temas educativos y autor de diversos ensayos y novelas.

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