El Congreso se aburre
TAL VEZ el nuevo Reglamento del Congreso permita, en los aspectos puramente técnicos y de procedimiento, una mayor flexibilidad y naturalidad a las prácticas parlamentarias, sometidas ahora a una rigidez, artificiosidad y envaramiento dignos de las Cortes de don Esteban Bilbao. Pero el creciente distanciamiento de nuestra vida parlamentaria respecto a la opinión pública tiene fundamentalmente su origen en el gusto de las cúpulas de los partidos por las negociaciones en la sombra, el sistemático boicot de Televisión a los debates más interesantes de los Plenos y la descarada preferencia de la clase política en su conjunto por rehuir los focos iluminadores y los taquígrafos en todos aquellos aspectos que no sirvan para satisfacer sus pequeñas vanidades personales. No deja de ser paradójico que los responsables de un Parlamento sin capacidad para hacer llegar su presencia a la opinión pública, fuera de las leyes que se aprueban en las Cámaras, se lamenten, cada vez con mayor frecuencia, de los frutos que empiezan a recoger tras la siembra, durante la anterior legislatura, de esas semillas de inhibición ciudadana y culto por el secreto que devastan nuestra vida pública. Sin duda, la oposición tiene su parte de culpa, no desdeñable, en ese trajinar por los pasillos y ese cuchichear por los rincones, que producen debates amañados -incluso en el grado de su simulada virulencia- y negociados, votaciones conocidas de antemano y espectaculares vacíos en los escaños.Sin embargo, le corresponde al Gobierno y a su grupo parlamentario la mayor responsabilidad, pues nunca ha dudado en trasladar los bártulos de cualquier discusión o negociación de primer orden desde la carrera de San Jerónimo hasta el palacio de la Moncloa. Los pactos del otoño de 1977 y los estatutos de Guernica y de Sau fueron vivas estampas de esa humillación del poder legislativo frente al rampante poder ejecutivo, siempre deseoso de dejar bien sentado que los principios de la soberanía popular son un bello ornato en los textos legales, pero un procedimiento incómodo y engorroso para la práctica diaria. Ese camino es tan prometedor que incluso puede devolvernos, sin apenas advertirlo, a los robustos y vigorosos métodos de la democracia orgánica.
El presidente Suárez apenas se digna aparecer por el Congreso. Los ministros para las Relaciones con las Cortes de su Gabinete, primero el señor Camuñas y después el señor Arias Salgado, tenían una cartera tan vacía de papeles que la desaparición, por dos veces, de ese cargo sólo ha sido advertida por los pagadores de Hacienda. El Senado ofrece el penoso espectáculo de unos representantes de la soberanía popular que escriben al dictado y se inquietan por la escasa justificación de sus trabajos y sus honorarios. Las interpelaciones a los ministros suelen dar lugar a aburridas contestaciones que los interesados suelen traer bien preparadas, corno los colegiales aplicados, desde casa .Las cuestiones realmente cruciales, como últimamente han sido el orden público o el desorden televisivo, son llevadas a los Plenos para guardar las formas y pacíficamente reconducidas después a las comisiones, donde las cosas siempre resultan más fáciles y se pueden allanar las asperezas. Y cuando se corre el riesgo de que el olor de las cuestiones debatidas -como el despilfarro de Televisión- pueda seguir expandiéndose hasta la calle desde las ventanas abiertas de una comisión, cabe el recurso de negar la entrada a la prensa y celebrar las reuniones a puerta cerrada, como si lo que estuviera en juego fuera el honor de una doncella y no las responsabilidades políticas, administrativas y personales de quienes manejan 30.000 millones de pesetas de los contribuyentes.
El Congreso se aburre. Y su aburrimiento, provocado por la concepción manipuladora y elitista que de la política tiene el Gobierno, con la inapreciable complicidad de algunos sectores de la oposición, llega hasta el cuerpo social y contribuye al deterioro de la imagen y de la dignidad de las instituciones democráticas. Viene siendo habitual que un amplio sector de la clase política se lamente amargamente de las críticas que se le dirigen desde el exterior de la fortaleza amurallada del poder y acuse a los medios de opinión de socavar los principios del régimen parlamentario. No resulta fácil saber si esos acongojados defensores del principio de que la democracia bien entendida empieza por uno mismo se creen de verdad lo que afirman. Casi sería peor, vistas las cosas con cierta perspectiva, que estuvieran realmente convencidos de que este país no les merece y de que sus críticos sólo pueden ser ultraderechistas nostálgicos, belicosos vanguardistas de izquierda o simples pasotas. Porque tanta capacidad de autoengaño y de pensamiento ilusorio sería la más segura forma de que la brecha ya considerable que separa a la clase política de la sociedad civil se fuera ensanchando hasta convertirse en el abismo por el que terminara despeñándose la naciente democracia.
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