Pobre desfile de carrozas en la cabalgata del carnaval
Iniciados con lluvia y participación escasa, los carnavales madrileños adquirieron un semblante mucho más alegre a lo largo del sábado y domingo pasados. Pese a ello, y a la espera del entierro de la sardina -programado para mañana-, el balance final no invita demasiado al optimismo. Quizá la prohibición rotunda de caretas y máscaras no sea del todo ajena al clima algo inhibido que ha dado forma a estos festejos. Lo menos explicable es el montaje pobretón de los actos, tanto en su aspecto técnico como imaginativo.
En comparación con la lluviosa y triste noche del viernes de carnaval, la del sábado comenzó vibrando con las promesas de un feliz deshielo. Fuimos primero a losjardines del Conde Duque, punto de partida de un desfile carnavalesco en el que pocos eran los participantes y muchos los mirones, para desembocar en el risueño zarandeo de la plaza del Dos de Mayo. No faltaba allí ansia de ceremonia jubilosa: brujas lascivamente armadas, apóstoles sin causa, animales redichos, flores alabanceras y rapaces de empaque avinagrado. El ambiente, sin embargo, era extraño. La mayor afluencia de público no eliminaba por completo la impresión desolada y sombría de la primera noche de carnaval. Las guitarras estaban mal templadas.Algo se erguía como artificioso en mitad de las travesuras, los guiños y las bromas. Era una sensación difusa de estarse divirtiendo por decreto, dándole el pésame a la rutina con semblante forzado de sainete y aguardando tal vez que la presencia quedara transformada, al cabo, en hilarante y espontánea esencia: « i Sí! i Sí! i Sí! ¡Estamos aquí! »
Pero se estaba, una vez más, en el ghetto y a cara descubierta. Era el mismo público malasañero de cualquier noche de sábado; eso sí, trocando los cubatas por polveras, el vacile de mesa cafetil por la movida ritual de popa, los pantalones vaqueros por faldas hawaiarías, la parodia del desencanto desclasado por la guasanga proletaria. Y se ofrecía en espectáculo a los curiosos tolerantes que han oído campanas muy temprano y ahora ya saben dónde. Era básicamente la progresía entre dos luces y dispuesta a gritar en plan Tarzán. Por fortuna rodada, había expertos marchosos en la difícil técnica del calentamiento festivo: los estudiantes que proceden de pueblos y aldeas, entrenados por medio de romerías veraniegas a chotearse a contrapelo. Los demás procuraban, mal que bien, seguir amablemente su forastero ejemplo. El resultado se aproximaba a la hibridez de una pandilla de gamberros bailando locamente la conga, delante de sus propias familias, para poner un grano de dudoso dulzor en los postres nupciales de la hermana de alguno de ellos. La ficción, pese a todo, daba el pego. Máxime con la ayuda -hilo acaso central en estos carnavales- del ritmo clandestino, a cargo defumetas, acidados y cazallosos. No se bailaba, no: se respingaba a la intemperie.
Con hacer un aparte, la confesión estalla: « Si es normal, tío; aquí cada cual se fija a ver cómo se lo monta el de al lado. En cuanto se hace un corro y bailan unos cuan tos por sevillanas, los otros quieren hacer lo mismo, aunque sean de Cáceres. En el pueblo todos nos conocemos y, aunque cada cuadrilla alida a su aire, al final, no sé, pues hay un clima de follón que es general y de verdad. Y la cosa aca ba enjuerga en los pajares, sin que tengas a la bofia encima del cogote ni al personal mayor pensando que eres un navajero de cuidado. Aquí se sale porque hay que darle en las narices a los que prohibieron-el in vento, pero luego, si no quieres líos tiene que irte al piso y harte unos canutos para olvidarte de tanta majadería.»
A Las Vistillas no han venido los moros de ayer noche. La atmósfera cristiana, a las doce, es ya muy deprimente. Para consolarse, un grupo quema sus antruejos y juega al corro en torno a la fogata. En los bulevares de Vallecas hay un cierto jolgorio más de veras. Pero nos para una pandilla de felices incontrolados que anda pintándole bigotes a un obsesivo cartel: «¿Vais al bailongo? No, no han aparecido los fachas. Pero la gente se acuerda.
Oye, cambiando de tema, lo que tienes que decir es que aquí se ha fumado el mejor chocolate de Madrid durante todos estos carnavales. Era una expedición afgaría de puta madre. Dilo para que se fastidien los de los otros barrios. » A las tantas pasamos por Carabanchel, donde sólo quedan las huellas macilentas de la acabada fiesta. Un noctámbulo, tambaleante, se limita a decir en voz baja: «¡Menudo carnaval me espera cuando llegue a mi casa! » Queda la incógnita de qué pasó en Las Aguilas. Pero ya amanece.
En la tarde del domingo, el anunciado desfile de carrozas. Ha acudido bastante gente a la plaza de San Francisco el Grande. Pero las carrozas eran sólo cuatro. Una de ellas, vallecana, proclama su inquebrantable fe: « Va bronca que se va a armar.» La bronca es de procesión suave: horribles maquillajes, gusanos voluntariosos, zancudos desarraigados, charangas casi mudas. Desaparecieron, como por ensalmo, los moros de la costa dominguera. Hay un tufillo militante, aunque bien pacífico, a partir de algunos altavoces. Hay carrozas que piden viviendas para todos y libertad de expresión. Hay niños apiñados en las carrozas camioneras, asustadisimos, flacos y demasiado a tono con sus propios disfraces. La comitiva tercermundista avanza por las calles del Madrid antigua con más resignación que alborozo. Los mirones, transistor en mano, parecen preocuparse esencialmente de sus quinielas. La comitiva vuelve al punto de partida. Calle de Calatrava arriba, una moza le va diciendo a otra: «Como cuenta tu abuela, antes debía ser distinto. Ya no hay umor.» Y la réplica es inmediata:
«No, no habrá humor; pero que se lo, pregunten a los que se han zampado cuatro millones para parir este adefesio.»
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