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Un modelo de fiesta urbana y clasista

Según Julio Caro Baroja, autoridad indiscutible en la materia, «Madrid es una ciudad que no se ha distinguido mucho por sus carnavales, aunque se podía hacer una colección de textos sobre el carnaval de Madrid bastante interesante». Evidentemente, el carnaval madrileño no se puede comparar, en cuanto a la antigüedad de su tradición o la brillantez estética y artística de sus celebraciones con el de otras ciudades de España, en Galicia, Andalucía o Canarias, e incluso en algunos pequeños pueblos de Castilla y Extremadura.Sin embargo, dentro de su modalidad de carnaval urbano, y como el mismo Julio Caro reconoce, ofrece una serie de elementos paradigmáticos del fenómeno carnavalesco tal como se da en las ciudades, a lo largo del siglo XIX.

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Pobre desfile de carrozas en la cabalgata del carnaval

Numerosas referencias literarias y pictóricas -en la obra de Goya y de Solana, especialmente- dan cuenta de las características que adoptaba la celebración del Carnaval en el Madrid de la época. Desde las crónicas de Larra sobrelos bailes de máscaras públicos y privados donde se daba cita la flor y nata de la sociedad madrileña o la descripción que hace Mesoneros Romanos del entierro de la sardina en Escen as matritenses, una de sus manifestaciones populares más típicas; a las recreaciones literarias del carnaval que aparecen en la obra de Valle-Inclán, Pío Baroja y otros muchos escritores.

«Con más animación, con bullicio más concienzudo, eran celebradas las carnestolendas, lo mismo por el pueblo en las calles que por los cortesanos en los palacios», escribe Federico C. Sainz de Robles en su Madrid. Autobiografía. «Los disfraces eran fundamentales. Se permitían las bromas más pesadas. En ocasiones, organizábanse artísticas cabalgatas nocturnas, a la luz de miles de antorchas, en las que tomaban parte los reyes, los ministros y embajadores. Algunos bailes de máscaras recuerdo en el Buen Retiro para describir los cuales necesitaría muchas páginas. Baste decir que ninguno de los fastuosos que después se han organizado por mis diferentes monarcas se aproximaron siquiera en buen gusto, arte, belleza, a los que Felipe IV hizo representar en el escenario del Buen Retiro.» También Carlos III, que ha pasado a la historia como el mejor alcalde de Madrid, favoreció esta dimensión civilizada y burguesa de los carnavales y, durante la regencia de María Cristina, llegaron a adquirir en Madrid y otras ciudades de España una brillantez comparable a la de los más famosos carnavales europeos.

Pero más que en los salones elegantes de la burguesía o en los espectáculos y diversiones patrocinados por los reyes, el espíritu genuino del carnaval en su versión cheli y castiza se descubre en las típicas ceremonias populares como el singular entierro de la sardina cuya imagen inmortalizó Goya.

Mesoneros Romanos lo describe detalladamente en sus Escenas matritenses: «Rompían la marcha bailando hacia atrás y abriendo paso con sendas estacas y carretillas disparadas a los pies de las viejas hasta una docena de pícaros en agraz ( ... ). Seguían en pos otros ciento o doscientos mozallones ya más cariacontecidos y con diversos disfraces...», escribe Mesoneros. En su retrato costumbrista se perfilan todos los elementos esenciales de la exaltación carnavalesca sobre el retablo de marginación y miseria social que despliegan los protagonistas de la fiesta: mendigos, prostitutas, tullidos, vendedores ambulantes, delincuentes desocupados y toda la gloriosa morralla que trama el pueblo bajo.

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A continuación desfilaban los maestros de la ceremonia, miembros de las cofradías de San Marcos y de la Sardina, organizadoras de la solemne procesión, enarbolando una colección de gatos muertos, esquilones, collarines y cascabeles y un coro de desenfadadas vírgenes que iban mascando higos y lanzando obscenidades al público. Pasados éstos, llegaban los principales personajes de la cabalgata, el tío Chispas, la Chusca y Juanillo, alias Vinagre, vértices del grotesco triángulo erótico que simbolizaba el amor carnal. Y, por fin, portando en andas la «figura bamboche de San Marcos» con la sardina que se iba a enterrar saliendo de su boca como la lengua de un ahorcado. Era costumbre que se adhirieran a la procesión un coro de doncellas de reputación más bien dudosa, el de los mancebos y el de los llamados inocentes en consideración a su tierna edad, aunque hubiera entre ellos más de un asesino perseguido por la justicia del rey.

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