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Las olimpiadas

El tema de la concurrencia o no a los próximos Juegos Olímpicos de verano, que han sido organizados en Moscú para este año, sigue planteado en su polémica dimensión entre las naciones cuyos atletas se preparan a la gran competición. Hace pocos días, el secretario de Estado norteamericano, Cyrus Vance, acudió personalmente a la reunión del Comité Olímpico Internacional que tenía lugar en Lake Placid con ocasión de los Juegos de invierno allí organizados, hecho sin precedentes en la historia de las olimpiadas. El político americano explicó ante aquel foro deportivo las razones por las que Norteamérica entiende que no deben celebrarse en la capital de la Unión Soviética las competiciones previstas para este año. Los Juegos Olímpicos están inspirados en un espíritu de paz entre los pueblos -vino a decir- y la participación en ellos es, de algún modo, una contribución a ese clima contrario a la guerra. Sumarse a ésa fiesta deportiva ignorando el hecho de la reciente invasión militar de Afganistán, episodio que ha desencadenado una fuerte tensión internacional, aumentando el peligro bélico en el panorama mundial, sería una inconsecuencia y una frivolidad. Serviría, sin lugar a dudas, para fortalecer el prestigio político del país anfitrión y otorgar una bula de credibilidad pacífica a su Gobierno. Vance emplazó a la Unión Soviética a retirar sus tropas de la nación islámica recién ocupada, como exigencia condicional para seguir adelante en el propósito de organizar la Olimpiada del verano próximo. De no ocurrir así, propuso que los Juegos-se trasladasen a otra ciudad o ciudades, fuera del territorio ruso, o que se aplazaran durante uno o varios años. Los delegados olímpicos, celosos de su fuero organizativo, ajeno de la política, escucharon la explicación y propuesta del Gobierno de Washington, acogiendo el discurso con respetuosa frialdad. A puerta cerrada siguieron las discusiones en el seno del propio Comité Olímpico hasta que, por unanimidad de sus 73 componentes, decidió hacer caso omiso de las invocaciones del secretario de Estado y mantener la sede de antemano. Fue un rechazo total a la tesis de Estados Unidos. La Unión Soviética acogió la decisión con satisfacción, deliberadamente contenida.¿Era válida la argumentación de Cyrus Vance? La polémica sigue abierta y también la recogida de adhesiones, o la aparición de discrepancias, a las tesis norteamericanas. Gran Bretaña, Canadá ylos países de la Commonwealth se inclinan al sabotaje de los Juegos. Alemania y Bélgica parece que tambi én, mientras Francia y Japón vacilan. Las naciones islámicas reunidas en la reciente conferencia de Islamadad se decidieron por unanimidad en favor del boicot. Estados Unidos espera contar ya con cincuenta naciones que se nieguen a ir a Moscú, mostrando así su repudio a la aventura de Kabul. La pregunta que surge es la de saber si una olimpiada en la que no participen los equipos nacionales quejuntamente con la Unión Soviética han de cosechar, con toda probabilidad, el más alto número de medallas, merece llamarse así, o acabaría siendo un concurso deportivo de ideología cerrada y homogénea. Una alta personalidad francesa exclamaba recientemente en la Asamblea del Consejo de Europa al referirse al asunto: «Iremos a Moscú si se trata de participar en una olimpiada, pero no a ser concurrentes en una spartakiada.» El matiz estaba claro.

Se han invocado, en ocasión de este vidrioso asunto, precedentes y antecedentes. Las olimpiadas, desde su fundación por Coubertin, en 1894, han sido interrumpidas por las guerras durante períodos de varios años. Después de 1914, por ejemplo, no hubo juegos hasta 1924, en que se abrieron de nuevo en París, en el estadio de Colombes, precedidos por una solemne misa, celebrada en Notre Dame. Fue la primera manifestación de la reconciliación de los pueblos bajo el signo del deporte. «El paraíso a la sombra de las espadas», como la calificó entonces uno de los grandes escritores de la época. Luego siguieron, cada cuatro años, las olimpiadas, hasta que correspondió a Alemania la organización de los Juegos, en 1936. Europa vivía ya las horas angustiadas de un clima de tensión creciente. Faltaban tres años para el gran estallido militar de la expansión nazista. Hitler se perfilaba en el horizonte como un poder de agresividad, apoyado en unos ejércitos bien entrenados y rápidamente armados. En su filosofía política, el líder germánico mantenía una actitud racista extrema, basada en el mito de la superioridad de los arios sobre el resto de los humanos.

Se iba creando en Europa una corriente de opinión en medios intelectuales y políticos de la izquierda especialmente, contraria a la participación en los Juegos de Berlín. «Ir a los Juegos de Berlín », escribió en un diario francés, en mayo de 1936, «equivaldría a otorgar al régimen nacional-socialista un diploma de respetabilidad internacional.» No fue esta, sin embargo, la opinión que prevaleció en la mayoría del Parlamento de la III República, que se inclinó por conceder los créditos necesarios al equipo olímpico de Francia, a propuesta del diputado derechista François Pietri. Una sola voz resonó en la izquierda para oponerse a la participación: fue la de MèndezFrance, solitario una vez más en su premonición clarividente. «Vamos a ser la comparsa deportiva de un proceso dramático que terminará en la guerra.» En marzo de ese mismo año de 1936, Alemania había ocupado la Renanla desmilitarizada, en abierta violación de los Acuerdos Locarno. Fue un primer toque de atención, que, sin embargo, no produjo sino condenas formales y abstractas. Las operaciones sobre Austria y Checoslovaquia, aunque programadas, habían de esperar unos meses más para llevarse a cabo. Hitler, preocupado por la campaña internacional que podía sabotear los Juegos, respiró tranquilo al saber que los comités olímpicos nacionales aceptaban, uno tras otro, la participación, que fue casi unánime: 53 países y más de 5.000 atletas. Sus biógrafos cuentan las minuciosas instrucciones que impartió a sus colaboradores para que durante las celebraciones olímpicas se extremara la prudencia en el trato con los visitantes, en los comentarios periodísticos o en los actos públicos de su partido, que gobernaba el III Reich, «para dar la sensación de que la Alemania nazi era una nación que amaba la paz sobre todas las cosas». Arrebato de cólera refieren también testigos del episodio el arrebato de cólera que le producía al dictador la cosecha de medallas de oro que el musculoso corredor negro norteamericano Jesse Oweris y sus companeros de raza obtenían en distintas pruebas, lo que le parecía «un insulto a la superioridad de los blancos a cargo de unos atletas que venían directamente de las tribus de la selva». Según relata Albert Speer en sus Memorias, la única consecuencia que sacó en limpio el gobernante alemán de la olimpiada fue laidea de construir un estadio de dimensiones tan colosales en Berlín, que «después de los juegos previstos para 1940, en Tokio, todas las olimpiadas sucesivas se celebrarían obligadamente en el fabuloso recinto». Así pensaba Hitler.

España tenía, salvo en el soberbio equipo hípico y notabilidades individuales en otras ramas, una relativamente escasa presencia en las olimpladas, dejando aparte la revelación de Amberes, donde se manifestó la categoría internacional de nuestro fútbol. En el presupuesto del Estado figuraban, en 1936, 400.000 pesetas como subvención al equipo de atletas de las doce especialidades que designasen finalmente las federaciones respectivas, bajo los auspicios del Comité Olimpico español. Pero en los meses de mayo y junio de aquel año se iba acelerando el proceso de nuestro enfrentamiento político interior, que acabaría en la guerra civil. Después de vacilaciones y presiones de diversa índole, el Gobierno de la República denegó el 15 de junio, la concesión de esos créditos al equipo español, por motivaciones políticas, provocando dimisiones en el Comité Olímpico, que publicó una nota lamentando que los prejuicios políticos pudieran prevalecer sobre el sentido pacífico de las olimpiadas, ajenas al régimen que existiera en el país huésped. La izquierda española lo entendió de otra manera, organizando en Barcelona, para el mes de julio, unos juegos deportivos populares, de carácter internacional, que pretendían ser una réplica a la Olimpiada de Berlín, pero con un rotundo signo antifascista. Francia subvencionó esta Olimpiada popular con 600.000 francos y anunció la concurrencia de sus atletas. Hay, que recordar que la Unión Soviética no estaba presente en los Juegos de la capital germana. El día de la inauguración de la «contraolimpiada» en Barcelona, el 19 de julio, hubo de suspenderse la celebración al coincidir el iniciado en aquella capital en esa misma fecha.

¿Son realmente las olimpiadas, fiestas deportivas de pacificación universal? «La paz por el deporte.» «Encuentros internacionales para el fomento de la paz.» Tales fueron los eslóganes predominantes en 1924 al reanudarse en París la tradición olímpica. Montherlant, exaltador del culto deportivo en su obra juvenil, escribió entonces: «Los grupos nacionales deportivos en las olimpiadas no sirven para unir, sino para dividir. Ni las naciones ni el público que asiste a los Juegos se interesan por la paz mundial, sino por el triunfo de los colores nacionales, en forma pasional y, a veces, injusta. Es una incitación a la animosidad nacional entre los pueblos.» Chauvinismo deportivo, en suma. O, como lo definiera Giménez Caballero en sabrosa prosa chulesca, «la guerra con preservativo».

Pero junto a esta crítica existía también la de los que confundieron durante largo tiempo las ascesis deportivas para mantener el cuerpo en forma y el perfeccionamiento espiritual del deportista. Los griegos equiparaban la belleza física con la moralidad. La creencia de que la cultura física equivale al desarrollo moral, es otra simplificación errónea. Pierre de Coubertin lo explicó al iniciarse la resurrección olímpica en Grecia a fin de siglo, pocos años después de que los arqueólogos alemanes resucitaran el recinto ciudadano de Olimpia y el de su semienterrado estadio. «No hay que confundir», escribía, «el carácter con la virtud.» Las cualidades del carácter no vienen de la moral ni de la conciencia. Esas cualidades, como son el valor, la energía, la voluntad, la perseverancia, la constancia, necesarias para el atleta, pueden ser también patrimonio de un criminal o de un malhechor. Por eso, la doctrina de que el deporte por sí mismo es moralizador es un principio falso e inquietante. En todo caso, el deporte no sería sino un auxiliar indirecto de la moral.

Lord Killanin, presidente del Comité Olímpico Internacional, ha declarado rotundamente: « Los Juegos están ahí no para separar al mundo, sino para unirlo.» Los políticos no deberían utilizar a los deportistas para resolver sus problemas políticos. A lo que añadió irónicamente que conve nía no coincidieran las olimpiadas, en lo sucesivo, con los años de la elección presidencial en Estados Unidos.

La invasión del Afganistán, ¿habrá sido financiada por el comité pro reelección de Carter para ayudar a su objetivo? ¿Será necesario pedir a los altos funcionarios del areópago olímpico que no utilicen con frivolidad los argumentos políticos en momentos de grave tensión internacional para satisfacer su autocomplacencia deportiva?

José María de Areilza fue ministro de Asuntos Exteriores y, es dipuiado de Coalición Democrática.

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