Fraga da a conocer su "Memoria breve de una vida pública"
Manuel Fraga Iribarne ha publicado en Editorial Planeta su libro Memoria breve de una vida pública, que el próximo jueves presentará en Madrid la escritora Carmen llorca. El actual líder de Alianza Popular muestra en ese volumen un diario de su vida pública desde 1962, cuando fue nombrado ministro de Información y Turismo, a 1975, cuando dejó de ser embajador en Londres, pasando por la época traumática de su cese como ministro, en 1969. «No es una automoribundia ni una autojustificación», dijo el señor Fraga a EL PAÍS. «Es, simplemente, un testimonio, un gesto de honestidad, una visión, parcial, por supuesto, porque habrá otras diferentes, de una época de la historia de España. » Amparado bajo el lema «valen más quintaesencias que fárragos», el ex ministro declara que el suyo no es un libro pudoroso, aunque asegura que «lo que no hago es introducir entonces sentimientos de ahora». En su obra se presenta, de nuevo, cómo un reformista, cuyo carácter personal «se ha deformado intencionadamente por algunos» divulgando anécdotas que él califica de falsas. Las que él considera reales las cuenta en esta memoria breve.
Cuando Manuel Fraga Iribarne supo que Franco iba a hacerle su ministro de Información y Turismo, en 1962, encargó al sastre tres trajes ministeriales, grises, sobrios, con los que iba a contrastar su relativa juventud de cuarenta años. Los siguió usando luego, en realidad, porque debió llevárselos a Londres, cuando fue nombrado embajador de España en la corte de San Jaime, en 1973, porque, desde esa: fecha hasta 1975, Manuel Fraga, gallego de Villalba, adoptó allí el aire exterior de un británico, tocado a veces con bombín y dotado con un inevitable paraguas negro Cuando regresó a España y se vio mezclado en la lucha electoral que siguió al final de la dictadura, se quitó a veces esas prendas sobrias y apareció -en mangas de camisa y con unos tirantes, en los que predominaban los colores de la bandera española. Nunca más se le vio, sin embargo, en bañador. Porque una vez, en 1966, se quitó el traje ministerial y se zambulló en la playa de Palomares (Murcia), «para dramatizar la ausencia de contaminación de las aguas», después de que allí cayera una bomba nuclear norteamericana.Esa última quizá sea la salida ministerial más conocida de Manuel Fraga, o por lo menos aquella sobre la que los españoles -y en este caso, los lectores y televidentes de todo el mundo- tuvieron información más puntual. Pero hay un rosario de anécdo tas>, todas las cuales están relacionadas con el carácter explosivo del ex ministro, que, según él dice hoy, han sido malintencionadamente manipuladas para torcer su imagen. Algunas de estas anécdotas las cuenta él mismo, tal como sucedieron en la realidad, en su libro Memoria breve de una vida pública, otras las roza, y hay un grupo de ellas que no cupieron en esta breve memoria. Una de las que no citó fue aquella que le relaciona con un informador que, al entrevistarle en Bajaras al inicio de una gira suya al extranjero como ministro, le preguntó qué iba a hacer en el país que se proponía visitar. La supuesta leyenda sitúa al señor Fraga gritándole al periodista que cómo un periodista -de Radio Nacional, precisamente- desconocía el programa de su ministro. Tanto la anécdota como la supuesta expulsión fulminante del periodista de su medio son consideradas hoy por Manuel Fraga como totalmente apócrifas. Pero ese tipo de incidentes inventados se ha nutrido muchas veces de la imagen que el hoy líder del partido Alianza Popular ha tenido en el país.
El libro de Manuel Fraga Inibarne parece un tour deforce, y se lee -él lo acepta, en cierto modo- como si fuera una novela cuyo final se produciría cuando Alfredo Sánchez Bella llega para sucederle en el Ministerio de Información y Turismo. «Yo sabía con mucha antelación que eso se iba a producir, de modo que mi reacción no pudo ser más normal», dice hoy Manuel Fraga, justificando que en su libro no se trate ese episodio como algo traumático y dramático. Es también un tour de force en el que el entonces ministro manifiesta su obsesión («no era obsesión», dice él; «era la tarea de nuestra generación, y no ha terminado todavía») por la reforma,y explica que enfrente tenía personajes (López Rodó, Carrero, Alonso Vega, singularmente) que se oponían tenazmente a su propósito. En medio, Franco, el jefe del Estado, aparecía como un mediador silencioso, con el que Manuel Fraga mantenía conversaciones «entre tímido y tírnido».
La obra mantiene un gran respeto por la figura de Franco, de cuya voz se escuchan, a lo largo de las 378 páginas del volumen, algunas perlas cultivadas. Como éstas: «Yo me estoy volviendo comunista», en una discusión del Gabinete acerca de la liberalizacidri económica. «¿Por qué se empeñan ustedes en ser dictadores?», al ministro de Justicia, Antonio Iturmendi. Fraga presenta a Franco como un sagaz estratega de «poderoso instinto» cuya serenidad y frialdad le «llegan a ser exasperantes».
Exasperante también debía resultar para el entonces omnímodo responsable de la información en España la manía que tenían los allegados a Franco de hacerle llegar al Caudillo recortes en los que se evidenciaba que la libertad de prensa llegaba demasiado lejos. «¿Qué es eso de que un periódico se ha metido conrnigo?», le preguntó una vez Franco a Fraga. «Como no me dice el caso ni el denunciante, le aconsejo que aplique la conocida doctrina "ahí me las den todas"», comenta en su diario el ministro, cuyas relaciones, por este motivo, con el Caudillo le hacen decir una vez, como en un suspiro: «Lunes, 25, Navidad; un día feliz, en el que no hay ni periódicos.
Parecía entenderse muy bien con Franco el ministro Fraga, a pesar de que en dos ocasiones protagonizó con la familia del dictador sendas anécdotas dramáticas. La primera la relata así Manuel Fraga: «Fin de semana: cacería de perdices en Mudela. Fue entonces cuando tuve la desgracia (sábado, 1 de febrero de 1964 de darle un plomazo en "salva sea la parte" a la marquesa de Villaverde; yo tiraba entonces sin pantallas, y una perdiz baja que pasó entre los dos dio lugar al monumental error. Carmen Franco estaba, además, entre su padre y yo; siguieron unos minutos indescriptibles. Debo decir que la actitud de ambos ante mi lamentable gaffe fue ejemplar, de generosidad y buen estilo. Me compré un juego de pantallas, y no he vuelto a plomear a nadie. »
La segunda anécdota es incruenta, pero parece el análisis de un conflicto entre distintas concepciones del Estado y de la ley. «(Mayo de 1966), problemas en el Colegio Médico; conversación molesta con el ministro de la Gobernación (Camilo Alonso Vega), que quiere parar el asunto de la prensa, porque hay amenaza de huelga médica. Le recuerdo que hay una ley de Prensa; el viejo general no puede contenerse y me grita: "¡Me cago en la ley!" Pudimos contenerle. El consejo de trabajadores reclama el salario mínimo de 130 pesetas; indignación de los ministlos éconómicos. Cena de gala en el palacio de Oriente: fuerte incidente con el marqués de Villaverde, según el cual estamos dejando hundir el régimen: -Ni vosotros (los reformistas), ni ese señor (su suegro) estáis gobemando con energía." Se le calmó con dificultad, pero con notoriedad. »
Fraga no quería tener la imagen que tuvo y que sigue teniendo. La suya era una lucha constante por equilibrar la apariencia. Se dio cuenta de que no podía usar un Cadillac, porque cuando entró en Madrid, ya investido de ministro, «pasando por algunos pueblos modestos, decido que el Cadillac oficial resulta escandaloso, y me prometo cambiarlo lo antes posible». También trató, a base de lo que él llamó una vez confesiones generales, crear confianza y amistad en su equipo; no pedía la gratitud pero la echó en falta, sobre todo cuando dejó el Ministerio de Información y Turismo y se halló solo. El lo,díce: «Hubo gestos de los que no inspiran especial respeto por las personas que los protagonizan, que demuestran, en el momento de la caída, su anterior falta de valor y su mal gusto; quiero destacar, entre ellos, a Josep Meliá.»
A pesar de esa clara alusión, y aunque él lo niega, el libro parece pudoroso. Adolfo Suárez, que es la personalidad cuyas citas (nueve, en total, en el libro) buscará con más avidez el lector actual, es tratado con suma brevedad, siempre relacionado con su utilización de la dirección general de TVE para complacer al presidente del Gobierno (Carrero), o con los desastres, que ya entonces padecía, el mencionado medio y sobre los que J. J. Rosón avisaba al ministro. Una última cita refleja la paradoja -de que el señor Suárez fuera llamado, como secretario general del Movimiento, a deshacer finalmente esta creación política de Franco.
Un episodio que ocupa muchas líneas de esta biografía (una «biografía telegráfica», según la califica Fraga) es el que corresponde al caso Grimau, que terminó con la ejecución del político comunista, y la anterior y posterior campaña internacional contra el Gobierno de Madrid, por haber puesto en marcha aquella solución. Hoy, el señor Fraga se sigue preguntando, dice él, «por qué el Partido Comunista envió aquí a Grimau, sabiendo, por los antecedentes que había, que cuando fuera descubierto se iba a producir un incidente grave, como así ocurrió».
De su vida pasada, dice Manuel Fraga, «no tengo demasiados remordimientos. Mis problemas de conciencia surgen ahora, cuando pienso si hago lo suficiente». No se arrepiente de nada, insiste, aunque acepta la posibilidad de haberse equivocado muchas veces. Comentando una famosa anécdota suya, que se ha hecho símbolo de lo que él llama «un carácter de convicciones», dice: «No me arrepiento nada de haber cortado aquel teléfono del Ministerio; prueba de que tenía razón fue que, a partir de aquel gesto, la administración del Ministerio funcionó mejor. »
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