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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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De la comedia iraní y otras comedias

Toda tragedia que se respete contiene, en el fondo, elementos cómicos que sabrán percibir cuando menos aquellos que contemplen los acontecimientos con cierto distanciamiento escéptico o, en su defecto, brechtiano. El mismo Freud, que no era evidentemente un humorista, escribió que el humor no se resigna y desafía aún a despecho de las desfavorables realidades exteriores.Hablar en tono jocoso de ese volcán en erupción que es hoy Irán parecerá frivolidad a los verdaderos frívolos, a aquellos a los que Alain no podía soportar y le hacían exclamar que «consideramos demasiado a los tristes». He escrito hace pocos días un artículo sobre la tragedia iraní y creo ser sensible a los problemas de un país que amo de verdad. Pero el humor es muchas veces más eficaz que el dramatismo para llamar la atención sobre una situación injusta, y lo es más aún ese humor negro que hace reír por fuera y llorar por dentro. Si el sociólogo Alfred Sauvy, revestido siempre de gran seriedad, acaba de publicar en Francia un delicioso libro, Humour et politique, en el que explica que «el guardián de la alcaldía es un mutilado de la vieja guerra al que le faltan, una pierna, los dientes, su certificado de estudios y dos botones de la bragueta», y que «Berta tenía una nariz tan roja que los coches frenaban cuando la veían»; si Sauvy es capaz de recoger tales citas, bien puedo yo permitirme algunas licencias. Al fin y al cabo, la risa es un don que la naturaleza ha reservado al género humano, y siempre que reímos es porque nos emocionamos.

Que del sombrero de copa del prestidigitador Jomeini, en lugar de aparecer un conejo, hayan desaparecido siete rehenes, ¿no tiene algo de chiste mal contado? ¿No recuerda a aquellos pelmazos que explican una historia larga y pesada y cuando parece que, por fin, van a llegar al ansiado final dicen: «A ver; no recuerdo como acaba; espérate un poco», y siguen buscando sin éxito en su deficiente memoria?

Tal vez se asemeja la,desaparición de los rehenes, más que al inevitable número del sombrero de copa, al también socorrido del baúl; pero aquí, cuando el ilusionista mete la espada para partirlo por la mitad con la muchacha dentro, ésta -quiero decir, los siete rehenes- han desaparecido. ¿Ha sido Jomeini, en el primer plano de la escena iraní, el culpable, pues no los había metido dentro, reservándolos quizá para la jaula de los leones? ¿O acaso algunos agentes de la CIA, situados entre bastidores, los sustrajeron y han dejado al ayatollah sin truco ni baúl de doble fondo?

En Irán suele decirse que todo es difícil y nada es imposible. Un gigante cosaco, Reza Jan, destrona al rey y quiere instalar la República islámica, pero el clero clifita le hace ver que, al coexistir en Persia etnias de lenguas diversas, es mucho mejor una monarquía, para preservar la unidad nacional. Y Reza Jan se proclama emperador el 25 de abril de 1926, y el desterrado sha actual, que tiene entonces siete años, es nombrado príncipe heredero. Ese clero chiita, que no es propiamente tal, se compone de los doctores o sabios en ley coránica, o sea de los teólogos del Islam. Aquí sí existe una jerarquía bien diferenciada: el mullah es aquel que ha efectuado los estudios coránicos -bien entendido que el Corán resume toda la ética musulmana y no intenta describir concepción metafisica alguna, pues el alma concierne a Dios solamente-, pero sí ordena, en cambio, una estricta conducta a seguir. El número de los mullahs es de 180.000, y en la farsa de la actual Asamblea Constituyente ocupan 57 de los 72 lugares. Jomeini no ha engañado: «Os he puesto aquí para que elaboréis una Constitución ciento por ciento islámica.» El ayatollah viene después; un grado más, es Su Eminencia, título reservado tan sólo a los más sabios. Y por fin, el imán, que no puede ser más que uno de los doce descendientes de Alí, marido de Fátima, la hija de Mahoma y, por tanto, yerno del profeta, que fue asesinado en Kufá por los karifitas, enemigos de los chiitas.

La revolución blanca del sha Reza Palilevi fue un intento de modernizar el país. Hubo, qué duda cabe, errores, abusos, crímenes, injusticias, crueldades, estupideces, pero también hubo aciertos e Irán se convirtió en la décima potencia económica del mundo. La fabulosa entrada de dinero que el petróleo proporcionaba se invirtió, en gran parte, en la adquisición de bienes de equipo, en promociones técnicas, en escuelas superiores, en producción de acero. Pese a las muchas inmoralidades y a una Administración poco escrupulosa, en poco tiempo Irán iba a tener seis centrales nucleares, a construir un importante Metro en Teherán, a electrificar y doblar las comunicaciones férreas. Peugeot fabricaría, asociado a Irán Nacional, 100.000 vehículos anuales y a la industria iraní se le presentaba un porvenir optimista.

Hoy, todos estos proyectos están suspendidos, y el paro, inexistente ayer, ha,alcanzado la escandalosa cifra de cuatro millones. La pobreza se exhibe por las calles. El Ejército, incapaz de obtener recambios norteamericanos, estaría semiparalizado, en caso de emergencia. La libertad de expresión no existe; se clausuran las publicaciones independientes, y el grado de democratización del país ha descendido.

Mientras tanto, en EEUU los industriales avisados fabrican Jomeinis con rabo y cuernos; Jomeinis-dianas para tirar al blanco; negocios de cientos de millones de dólares. No sin cierto cinismo, decía hace unas semanas, un negociante norteamericano: «Si tenemos la suerte de que no suelten todavía a los rehenes, el negocio se va a doblar en un par de semanas.» .

También es enorme el negocio para Carter. Hace tan sólo tres meses batía todos los récords de impopularidad. Antes, únicamente un 19% de los americanos aprobaba su gestión. Hoy, según una encuesta Gallup realizada por Newsweek, el pasado mes de diciembre, el 61% le aprecian y aprueban como presidente. Tal vuelco en la popularidad se debe a que en la crisis iraní el 77% de las personas interrogadas aprueban el que Carter haya actuado, según ellos, con una política de «firmeza calculada». Es una opinión.

He aquí que, una vez más, la comedia y la tragedia van unidas, como la risa y el llanto, el placer y el dolor. Jomeini es el fanático de una religión que pide a Alá, y sabe que se,lo concederá, «ejecutar al sha con sus propias manos antes de que se lo lleve el cáncer». ¿Religión? Hitler, Stalin, Mao también eran fanáticos de una religión propia en la que sus policías y sus torturadores eran los sumos sacerdotes. El Islam es otra cosa. Es una gran religión en expansión, una religión que, por el número de sus fieles, que rebasa los ochocientos millones, es la primera del mundo; una religión en la que todos los árabes juntos no representan más de la sexta parte de ese mundo musulmán. En Indonesia existen 123 millones de musulmanes; en India, ochenta; en Pakistán, 72; en Bangladesh, setenta; en la URSS, cincuenta; entre Kenia, Tanzania y Uganda, suman veinte. Todo esto es muy serio, nada tiene que ver con tirar flechas y hacer diana en el rostro del ayatollah.

No conozco a Reza Pahlevi, ni a Jorneini, ni tengo especial interés en conocer a ninguno de los dos personajes; tampoco soy agente de la CIA. Digo esto porque en nuestra tierra somos muy dados ajuzgar los actos de los demás y sus argumentos por motivos poco nobles. A mí, si acaso, se me puede acusar de entrometido, de hacer lo mismo que aquel valenciano fico que, mientras se está afeitando, oye unos gritos: «Vicentet, Vicentet, que s'está morint la mare.» Nervioso, se corta la mejilla, arroja la maquinita de afeitar y, sin pasarse tan siquiera un poco de agua por la cara, baja a saltos la escalera, coge una moto que estaba aparcada en el portal y a los pocos metros se cae al suelo, dándose un tremendo tortazo. Mientras le conducen al hospital se queja amargamente de sí mismo: «Me está bien empleado por fico; pues no me llamo Vicentet, no tengo madre y no sé ir en motocicleta.»

A mí, como al valenciano de la historia, podrán acusarme de meterme donde nadie me llamaba. Pero de agente del imperialismo americano o de ser pagado por la CIA, de eso nada; ni Vicentet ni yo; de eso, nada.

Entre otras muchas cosas, porque estoy poco dotado para la obediencia ciega. Byron hace decir al arcángel Rafael: «Satán, nuestro hermano ha sucumbido; su fuerte voluntad ha preferido afrontar el sufrimiento que continuar adorando ciegamente.»

Si Adán pecó por falta de información o por estupidez, Satán lo hizo por orgullo, por rebeldía intelectual. El rebelde, es decir, aquel que no acepta ni la uniformidad ideológica ni la disciplina ciega, está condenado a sufrir. Y mucho más si carece de sentido del humor.

Antonio de Senillosa es diputado de coalición Democrática por Barcelona.

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