De Belgrado a La Habana
LA CONFERENCIA de Países no Alineados, celebrada el ano pasado en La Habana, tuvo dos grandes protagonistas: Fidel Castro, partidario de una casi beligerencia, de una aproximación a la URSS y de un desafío a Estados Unidos, y Tito, defensor de la tendencia clásica de la equidistancia entre los dos bloques, como la que Yugoslavia viene practicando desde la ruptura con Stalin. Los dos dirigentes sufren en estos momentos crisis muy diferentes, pero concomitantes, de significación muy especial en el momento de la crisis general. Mientras Tito se somete a unas operaciones quirúrgicas cuya gravedad se multiplica por su edad -88 años va a cumplir en mayo-, Castro da una golpe de Estado interior, eufemísticamente considerado como «redistribución de roles para el control y la coordinación del trabajo de los organismos del Estado», mediante el cual acumula a sus poderes ya concentrados, las responsabilidades de los ministerios de las Fuerzas Armadas, Interior, Salud y Cultura, con la ayuda de su hermano Raúl, primer vicepresidente del Consejo de Ministros.Una consideración inmediata de este cambio cubano, claramente contrario a ciertos aspectos de una tímida apertura levemente emprendida hace unos meses, es la de que constituye una respuesta a la guerra fría. Uno de los primeros datos de esta nueva glaciación internacional fue la denuncia de la presencia de soldados soviéticos en la isla de Cuba. La suspicacia cubana podría haber hecho sospechar a Castro que una respuesta americana a la URSS podría suponer algún tipo de acción respecto a Cuba.
Pero, probablemente, la razón más acuciante para esta toma de poderes por los dos hermanos Castro sea la dificultad de desarrollo de la política y de la economía en el interior. El reflejo clásico en países de democracia abierta en situaciones de dificultad es cambiar a los responsables máximos; el de las dictaduras es, por el contrario, el refuerzo y concentración de esos poderes, basados en la doctrina de la infalibilidad del mando y, sobre todo, en la imposibilidad de removerlo. Fidel Castro no ha cesado de denunciar deficiencias interiores, ineficacias por exceso de burocracia, pereza en los mandos locales, crecimiento de la corrupción. Podría ocurrir que ahora, con el régimen tan desgastado, un intento de cambio auspiciado por Estados Unidos -directamente o por intermedio de los anticastristas de Miami- pudiera encontrar mejor terreno en la isla del que encontraron otros en los primeros tiempos del régimen.
Castro parece, además, intentar así reforzarse como jefe institucional del movimiento de los no alineados. Que esto se produzca precisamente cuando quien equilibraba ese movimiento, Tito, desfallece y puede no volver nunca más a ocupar el poder, e incluso morir, es un dato importante en la situación general del mundo. El poder oficial de Tito se ha ido alargando hasta más allá de los límites biológicos normales, precisamente por la dificultad de su sustitución. Siempre se ha especulado, en Yugoslavia y fuera de ella, con la idea de que la desaparición de Tito podría significar un intento de la URSS para recuperar el país e incluirlo en su esfera. Se llega ahora a decir, como lo ha hecho el senador Moyniham, que la invasión de Afganistán no ha sido para la URSS más que el ensayo general de una invasión de Yugoslavia. Esto refleja la profunda inquietud de Estados Unidos acerca de una acción soviética en Yugoslavia a la muerte de Tito. Estados Unidos y la URSS van a tratar, dentro de los medios posibles, de inclinar en su favor a la Yugoslavia de la sucesión, y ello, que es muy importante en cualquier momento, lo es más aún cuando se está desarrollando una verdadera guerra fría.
La desestabilización de los no alineados y la del vientre de Europa pasan también en estos momentos por La Habana y por Belgrado, centros de referencia de una crisis, algunas de cuyas claves pueden rastrearse, en el inmediato pasado, precisamente en la conferencia de septiembre, en la que Fidel Castro y Tito fueron los grandes protagonistas.
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