Fin de año en una muerte "a la antigua"
Mis salidas y entradas de año -como se decía antes - nunca han sido muy felices, pues la muerte de mi madre siendo yo muy niño, un día primero de año, las dejó marcadas para siempre con un signo triste. Las de este año, final de una década (o del nombre y dígito de una década, para ser más precisos), lo han sido especialmente: desde el 25 de diciembre al 1 de enero he estado asistiendo, fuera de casa, en Barcelona, a un estilo de muerte sobre el que voy a meditar aquí, porque si la muerte es el reverso de la vida y, de algún modo, simétrica con ella, esta muerte me ha mostrado el otro lado, el como negativo fotográfico de lo que habrá de ser la vida en los años ochenta. Yo no pienso que «los ochenta» vayan a ser de «frenesí», como titulaba EL PAIS SEMANAL, pero sí del goce profundo y cotidiano de los placeres sencillos, al alcance de la mano de cada cual y, al revés que los juguetes anunciados por la TV, muy poco tecnológicos. Tendremos que hacer virtud, virtud estética, virtú, de la necesidad. Durante los años ochenta hemos de reaccionar frente a la fiebre consumista, hemos de pasar del consumismo. Y justamente quienes, durante decenios, hemos sido privilegiados de lo que entonces equivalía a él, tendríamos que dar ejemplo en el saber extraer el gusto de una nueva, relativa escasez, y de la vuelta, ahora que lo retro está de moda, a un sentido pretecnológico o, mejor dicho -porque nunca se vuelve al pasado- moderadamente tecnológico de la vida. (Que, por ejemplo, sea de mal tono, ordinaria, la exhibición del último gadget supercalculador.)Recuperar el sentido de la vida sencilla exige y supone, por lo que decía antes, recuperar la muerte a la antigua, la muerte a la que acabo de asistir. Una muerte sin UVI, sin «cuidados intensivos», tubos por todas partes, barullo y ajetreo supertecnológico y separación del paciente de su familia para ser convertido en mero objeto de experimentación para el estiramiento -y con frecuencia ni eso, y aún lo contrario - de los tropismos de la vida. Yo quisiera que el «morir en casa», rodeado el enfermo de los suyos, volviera a ser la muerte de cada cual: que la muerte recobrase su faz antigua, de tiempo largo y lento de angustia tranquila, de agonía sosegada, si se permite el oximoron, y, al final de este «rito de pasaje» y tras cesar del rítmico jadeo que desencaja el rostro, la paz y el retorno de la fisonomía propia, prenda no sé si engañosa o no, pero consoladora, de resurrección.
¿Reconquista de la «muerte propia», como diría un discípulo de Rilke? No creo yo mucho en, ella. No hay muerte propia, porque lo único que podemos hacer nuestro es el cuidado, la preocupación de la muerte, pero no a ella misma; la muerte y la vida nunca coinciden, no llega aquella hasta que ésta se ha ido del todo; y cuando al fin llega, produce el despojo de toda «propiedad». Pero sí que hay, puede haber, debe haber una muerte propia, de quienes aman al moribundo, ya que no de él, de quienes se forjaron una «imagen» suya y esperan que la «representación» de esa muerte corresponda a aquella o que, al revés, descubra, desenmascare otra «imagen» más supuestamente verdadera. Los familiares, los amigos, tienen derecho a que esa última imagen y, con ella, el final de la representación, no les sea arrebatada. Es sumamente dudoso que a los más de los hombres se les dé ocasión de asistir, bien despiertos, al venir y acercarse de su muerte. Pero, en cambio, vicariamente-, todos podemos asistir a la muerte de nuestros moribundos. Y ninguna muerte, como ninguna vida, es igual a otra muerte, a otra vida. En el caso concreto al que me estoy refiriendo, el médico de la familia, con tranquila decisión, guardó el grave espectáculo de esta muerte para aquellos a quienes estaba destinado.
Ver morir es tan importante como ver vivir. Tampoco nuestra muerta fue poseída nunca por ese «frenesí» de vida al que aludí. Se diría que la vida no le entusíasmaba, pero que la vivía y la veía pasar siempre con gusto y sonrisa alegre, una pizca burlona. En la muerte, como en la vida, nunca salió de su paso, nunca armó revuelo. No sabía conducir y como tampoco le iban las tarjetas de crédito, en América habría carecido de identidad. Pero tenía su propia identidad -la que a muchos de nosotros se diría que nos es negada- y serena, sosegada, asistida de buen juicio y buen sentido, lo miraba todo despacio y penetrante, reflexivamente, y empleaba cada rato libre en tocar, admirablemente, el piano. El piano que, como casi todos los instrumentos musicales, pertenece a esa tecnología de cultura que forma parte indivisible de una vida verdaderamente humana.
Al comenzar una nueva década tenemos que reaprender a vivir, y a volver a ser niños sí, pero no pueriles. Los artistas, los poetas y quienes asisten a su propia existencia y la narran, nos enseñarán a ello. Más también tenemos que reaprender a legar a nuestros hijos la muerte que ellos «imaginan» que nos conviene, la que ellos presencien y no la que se nos fabrique por la industria clínica. Hace cuarenta años todo hombre de izquierda ponía su esperanza entera en la tecnología. La democracia, si de verdad ha de serlo, tiene ante sí un objetivo digno, de ella: conseguir su buen empleo y el desarrollo de la tecnología que preserve, prolongue la vida y aleje la muerte cuanto se pueda, sí, pero sin escamotear ésta con embelecos. La muerte «a la antigua» sigue siendo una buena muerte.
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