Derechos, ¿Para qué?
Con no pocos esfuerzos y dificultades, el hombre, al cabo de millones de años, consiguió ponerse de pie. Es decir, inició el proceso que le permitiría llegar a ser hombre. Por eso no dejaría de contravenir la elemental sindéresis -que diría el castizo- si alguien le reprochara el que ahora ande naturalmente erguido. Al fin y al cabo, era eso lo que pretendía: con los pies en el suelo, poner la cabeza -para pensarlo más distante posible de ellos.Algo parecido a ese contubernio de absurdos está ocurriendo hoy entre nosotros. Después de muchos años bisiestos -Y con tiempo que no es de reloj- el español doblegado ha podido levantar levemente un horizonte de derechos ciudadanos: hablar en público, reunirse, asociarse... Y, llegado el momento de vivirlos, se nos dice por voces -tal vez no precedidas de pensamiento o acaso precedidas de malos pensamientos- que nuestros derechos están en riesgo... si los ejercitamos. Así que lo mejor que podemos hacer para salvaguardarlos -nos lo aseguran con gesto grave- es vivir convencidos de que tenemos derechos ciudadanos, pero sin tocarlos, que se pueden romper.
Extraño criterio este que nos transmiten los que así parlan.Porque, pensará el hombre aspirante a ciudadano:
«Si tengo derecho de hablar será para poder hablar, para hablar, no para estar callado.
Porque, si para conservar el derecho de hablar he de mantenerme en silencio -que si hablo, me dicen, perderé el derecho de hacerlo-, esto es tanto como aceptar mansamente el silencio, en lugar de que me sea impuesto por la fuerza.
Claro que con ello ahorro la violencia a mis contrarios -y así estarán más limpios de manos y aseados de aspecto- y a mis espald,as los golpes, y las pobres agradecerán este alivio.
Pero lo cierto y averiguado -concluirá- es que no me dejan hablar. Y entonces, ¿para qué todo este galimatías y esajerigonza de palabras sonoras y bullentes?»
El pobre hombre -el españolito de corazón helado- no entenderá el «hondo» discurso de tanto sabio recién parido, contará los dedos de sus manos, trabajará con el esfuerzo y la penosidad de siempre y despreciará a los intérpretes de tan estúpidas cábalas.
Porque si la posibilidad de hablar -y de leer, y de manifestarse, y de agruparse- sólo son cosas de papel escrito o para uso de unos cuantos cientos de españoles -lo que no es novedad, ni menos aún milagro-, no es tanta la ganancia obtenida, ni se corresponde con los afanes y penas padecidas. Y tal vez el españolito -harto ya de que le hielen el corazón- pensará que un derecho que no se ejercita no es un derecho ciudadano, que los de esta clase no se consumen, sino que, por el contrario, se vigorizan con el uso. Y hasta tal vez empiece a recordar que la baraja es para jugar todos.
En tiempos no lejanos, los españoles maduros -porque los jóvenes de hoy, por su suerte, se ahofraron esas prédicas- oímos repetir con voz tonante que el Fuero de los Españoles, dicho sea con perdón, proclamaba la igualdad y la seguridad jurídica, la libertad de expresión, las de reunión y asociarse y muchas cosas más. Es cierto -y de ello hay tantos testimonios que abrumaría citarlos- que todas esas bellas fórmulas decaían ante las leyes, decretos y otras fuentes que «desarrollaban» los principios que allí se contenían. De tal modo, que lo que se ofrecía galana mente con la izquierda, se sustraía finamente con la derecha -y tampoco es novedad- Y los jóvenes de hoy, y los adultos, se dirán que raro y misterioso mundo es éste, porque con cautelas y temores difundidos -¿y funda dos?- se nos está manteniendo en estado de tutela, alejados del ejercicio de nuestros derechos, como a pupilo o menor, sometidos a la representación casi legal de otros. Algo así como si todavía no estuviéramos maduros -¿recordamos el argumento?- para actuar en condición de ciudadanos. De tal modo se producen los hechos, que hoy todavía no son leyes, ni decretos, ni órdenes, ni circulares -¿estarán al venir? las que nos limitan y constriñen, sino temores, anuncios de males inminentes y graves, si osáramos ser en la realidad lo que somos en las palabras. Lo que, sin duda, somos.
Esta situación de los ciudadanos es una vía de perplejidad y desconcierto. Y por ello peligrosa. Porque los que así cavilan -ante el azar de inhibirse- son personas deseosas, necesitadas de una sociedad democrática y no enemigos de ella. Y calculan que, sin su participación, las fuerzas propias disminuyen y las contrarias y los riesgos acrecen. Porque, ¿cómo vamos a consolidar la democracia si no la practicamos?, ¿cómo vamos a crear ciudadanos, si han de nadar en seco?, ¿cómo vamos a aprender la serenidad en el ejercicio de nuestros derechos -que eso es la democracia- si no empezamos, aunque sea torpemente, a ejercitarlos, a balbucearlos?
Una democracia disimulada -como si no existiera por temor a que si existe desaparece- tiene algo de trágico, de juego de al higuí, que es juego de carnaval. Y ni están las cosas para eso, que son muy graves las que se ventilan, ni parece demasiado propio de demócratas eludir a los ciudadanos en la participación -y fortalecimiento- de la democracia.
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