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De la tragedia iraní y de otras tragedias

Un silencio -¿cómplice?, ¿culpable?- ha sustituido últimamente al jolgorio de aquellos que saludaron con grandes salvas la llegada al poder del ayatollah Jomeini. Aquí se analiza poco, se juzga por analogías, se aparca de oído, es decir, se quita la marcha atrás, se para el motor y se pone el freno de mano cuando ya el coche ha topado con el del vecino. Y aquí, además, se aplaude siempre contra alguien: nunca son inocentes los aplausos.De Jomeini apenas nada se sabía. Pero que el sha fuera expulsado de su país producía, en principio, una gran satisfacción. El desafío del débil y desconocido al fuerte y poderoso proporciona siempre escalofríos de placer. Asemeja a una borrachera en la que, desesperadamente, se rebelara uno contra aquel que puede, por un quítame allá esas pajas, destrozarnos. Es un suicidio inútil, heroico y romántico que suele tener muy buena prensa en esa época tan materialista y escasa de ideales como es la nuestra.

En ese batiburrillo de inflamados escritos que gritaban su entusiasmo por la destitución del sha y la llegada al poder del ayatollah, no escaseaban los de aquellos que profesan un odio visceral a la vida, los de quienes arrastran consigo un canceroso deseo de destrucción, los de los profesionales de la envidia. Pero, como siempre, tenía que ser un hombre que piensa, que lee, que viaja, un hombre que no tiene el cerebro bloqueado por dogmas o fobias, quien viera con claridad que el divertido número de payasos con que comenzaba la función Jomeini no era más que el inicio de la gran tragedia iraní. Los payasos augustos entretenían al público unos instantes aplastando un pastel en la nariz de Reza Pahlevi, mientras se estaba preparando la fosa de los leones para el número fuerte del programa. Cuando tantos iban escribiendo sandeces, José Luis de Vilallonga informaba, analizaba y sacaba conclusiones que luego, por desgracia. se han ido cumpliendo.

Es difícil el oficio de escribir y quizá lo sea hoy más que nunca. La rapidez de la información, la agotadora y constante oferta de noticias, el gigantesco número de mensajes emitidos, el fácil acarreo de rumores, la acumulación de conocimientos, en fin, suelen dar a quien se sienta ante la página blanca un exceso de material que le atosiga, si carece de un hilo conductor del pensamiento. Saber el pro y el contra, la cara y la cruz de los argumentos, paraliza o produce un gran hastío intelectual. Si el escritor se moría de hambre en tiempos de Larra, cuando escribir era llorar, corre hoy el riesgo de morirse de aburrimiento. Por eso necesita paisajes diferentes, culturas distintas; de ahí viene la afición al exotismo, que no es, en el fondo, sino un rechazo al igualitarismo. Porque muchos preferimos a los hombres desiguales pero libres y al sol, que iguales pero en la cárcel. ¿No era Tocqueville quien decía que tan sólo el tirano era capaz de meter a los hombres en la igualdad?

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La cultura no es acumulación de conocimientos. Un ordenador podrá ser, si acaso, sabio; pero nunca conseguirá ser culto. En ese empacho de ideas es preciso sacar otra vez el hilo conductor, como aquel ovillo que Ariadna dio a Teseo para indicarle el camino de regreso. Porque es preciso elegir constantemente en la vida, en la política y en las ideas, aunque esa elección no se produzca sin desgarro. Estamos obligados a ir arrojando a la cuneta pedazos de nosotros mismos para ver claro o, al menos, para intentar ver más claro. Al fin y al cabo, aunque la objetividad no exista, debemos procurar ir hacia ella, intentar aproximarnos sabiendo que es inalcanzable.

Francamente, esas verdades de a puño, tan simples y sencillas como las del barquero o las de Perogrullo, debían saberlas esos profesionales que acuden a los congresos del intelecto de la misma manera que las mises a los concursos de belleza. Claro que éstas concurren inocentemente, mientras aquéllos llevan a cuestas un terrorismo intelectual que esta vez les ha dado mal resultado, pues la bomba ha explotado en sus propias manos. Esos intelectuales a los que no les da rubor autodenominarse así, esos intelectuales del confort y de la chaisse longue -según les llama con acierto George Suffert-, ¿se habrán enterado de que en un año Jomeini no ha dado un solo paso hacia la democracia? ¿Sabrán que el ayatollah dice que sus colegas persas son «herejes», «impuros», «enemigos de la nación», «drogados de Occidente que ni siquiera pronuncian el nombre de Dios»?

La revolución iraní se ha hecho sin periodistas ni escritores ni universitarios. «La ideología islámica nada tiene en común con las ideologías extranjeras. Nuestro sistema y nuestra ideología, son los de Dios y los del Corán. La aceptación en la Constitución de un solo artículo contrario a los principios del Islam significaría el retorno al reino de Satán.» Y señalando a los intelectuales, el fanático personaje se dirige al pueblo y brama: «Desconfiad de ellos; sus palabras sustituyen hoy las balas de las ametralladoras de antes.»

Ayandegan, el periódico más leído de Teherán, cuya difusión fue en aumento semana tras semana, hasta llegar a principios del verano a alcanzar una tirada de 350.000 ejemplares, ha sido la primera víctima de la censura. El 7 de agosto, los Guardianes de la Revolución irrumpieron en los locales de la avenida Naderi, sellaron las rotativas y detuvieron a trece redactores, algunos de los cuales habían conocido ya las prisiones de Reza Pahlevi. Poco después impedirían la publicación de Azad y de Azadi, este último órgano del Frente Nacional Democrático, mientras los comandos extremistas clausuraban el cotidiano de izquierdas Peygham Emrouz y tres semanarios más: Teherán Mossavar, A hangar y Omid-e Irán.

No hay peor cosa que el fanatismo, ni otro fanatismo peor que el nacionalista, como no sea el religioso. La unión de los dos será, pues, explosiva y terrible. Aunque la sangre corra a raudales y las libertades se restrinjan, Jomeini se excusará, en un alarde, de sinceridad, por no haber prohibido desde el primer día los partidos políticos laicos y «por no haber colgado a sus dirigentes en horcas levantadas en la plaza pública». En honor a la verdad, es preciso reconocer que el ayatollah ha ido recuperando el tiempo perdido y remediando lo que, según él, no hizo y debía haber hecho el primer día. Idéntica suerte -o desgracia- les espera a «ese puñado de intelectuales, de demócratas y de periodistas. ( ... ) Romperemos sus plumas, aplastaremos a esos demócratas. Tenemos la obligación de ser violentos».

¿Será preciso insistir más para que quede constancia de que muchos de nuestros intelectuales de pacotilla han metido la pata hasta los corvejones al tocar los clarines por la partida del sha? Si estamos en contra de las ideologías totalitarias que son una religión, ¿cómo vamos a justificar las religiones que funcionan como ideologías? Es preciso leer los libros del ayatollah Jomeini o, cuando menos, un extracto que se ha publicado en Francia de sus tres obras más importantes: Valayate-Faghih, KachJol-Asrar y Towzihol-Masael. Su lectura no tiene desperdicio, y garantizo, a quien siga mi consejo y se introduzca en ellas, unos momentos inolvidables. En el tercero de sus libros, que podríamos traducir como La explicación de los problemas, el autor es presentado, no sin inmodestia, como «el valiente luchador, el jefe supremo, el guía sublime, el Moisés de nuestra época, el rompedor de ídolos, el exterminador de los tiranos, el liberador de la humanidad, su santidad el ayatollah supremo imán Rouhollah Mussavi Jomeini. Que nuestras almas se le sometan».

Todas sus obras destilan pensamientos sublimes: «La mujer puede pertenecer legalmente al hombre de dos maneras: el matrimonio continuo o el matrimonio temporal. En el primero no es necesario precisar la duración; en el segundo se indica, por ejemplo, que se trata de un período de una hora, de un día, de un mes, de un año o más.» La paranoia del personaje sale constantemente a flote: «No nos oponemos al hecho de ir a la Luna o a que se creen instalaciones atómicas. Pero tenemos una misión que cumplir, que es servir al Islam y dar a conocer sus principios al mundo entero, con la esperanza de que todos estos monarcas y presidentes de Repúblicas del mundo musulmán reconozcan al fin la justeza de nuestra causa y se sometan a nosotros.» Siempre el sometimiento. En medio de pedestres y abrumadores consejos higiénicos, especialmente de cintura para abajo, el ayatollah tranquiliza a sus seguidores preocupados, al parecer, por la validez del matrimonio: «Si el hombre sodomiza al hijo, al hermano o al padre de su mujer después del matrimonio, el matrimonio seguirá siendo válido.» Menos mal. Sobre su manera de entender la libertad de prensa no hay equívoco: «La radio y la televisión serán autorizadas si sirven para difundir informaciones o sermones, para inculcar una buena educación, para dar a conocer los productos y curiosidades del planeta; pero deben prohibir los cantos, la música y las leyes antiislámicas.» Nada extraño es, pues, con esa mentalidad que la radio y la televisión iraníes anunciaran que en el referéndum del 30 y 31 de marzo habían votado a favor de la República Islámica veintitrés millones de iraníes, cuando tan sólo dieciocho millones tienen más de quince años, edad a partir de la cual puede ejercerse el derecho al voto. Cinco millones de más o de menos es, a fin de cuentas, una minucia cuando Dios está de nuestro lado. Pero no todos van a ser dogmas que sustituyan a las ideas, o medidas higiénicas, o artículos de un catecismo personal, ni tan siquiera soluciones parciales a los problemas. Jomeini ofrece una solución global y ambiciosa que a algunos enfermos de racionalismo les parecerá seguramente simplista, receta un inocente bálsamo bebé que todo lo arregla: «Si se aplicasen durante un año sola-

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De la tragedia iraní y de otras tragedias

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mente las leyes punitivas del Islam, se acabaría con todas las injusticias y las inmoralidades devastadoras. Es necesario castigar las faltas por la ley del Talión: cortar la mano del ladrón, matar al asesino y no encerrarle en prisión, flagelar a la mujer o al hombre adúlteros. Vuestros escrúpulos humanitarios son más infantiles que razonables.»

He ahí el hombre. Siniestro personaje capaz de confiscar y destruir en la aduana todos los billetes de cien francos franceses porque, en la reproducción de Delacroix, una libertad revolucionaria en forma de mujer enseña generosamente los pechos. Sus escritos transparentaban ya el fanatismo, la crueldad. la paranoia. La aplicación práctica de sus ideas no se queda a la zaga. Ha convertido su hermoso país en un infierno sangriento, con, cuatro millones de parados cuando el paro no existía en Irán e incluso absorbía un millón de trabajadores extranjeros. Todos los grandes proyectos industriales se han suspendido pese a los 25.000 millones de dólares que proporciona anualmente el petróleo. Cuatro mil médicos, de un total de 14.000, han huido ya de un polvorín que era, hace solamente un año, la décima potencia industrial del mundo.

Amo la tierra persa. La de Darío, Ciro y Jerjes. La de aquel rey Anucharvan, del que Mahoma dijo «nací durante el reinado de un rey justo», y al que hoy Jomeini llama tirano. Amo este país; me gusta pasearme por esos pequeños pueblecitos que existen todavía en los barrios residenciales del norte, al pie del Alborz, muralla montañosa de una belleza brutal y única. No conozco a Reza Pahlevi, pero he leído su último libro que huele todavía a tinta fresca y está escrito en el exilio, en un francés muy bueno. Se llama Réponse a l'Histoire y no hay odio ni fanatismo en él. Concluye con estas hermosas palabras: «Dios todopoderoso, en quien yo he creído toda mi vida, preservad a nuestro país y salvad a nuestro pueblo.»

O JAlá sea así. Es decir, complazca a Dios. Ojalá sea así.

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