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Antonio Amat

Mi amigo Antonio Amat, el entrañable Guridi de los veinte años vividos en común -dentro de los cuarenta de vacaciones, de los cien de historia del PSOE-, ya no está entre nosotros. Desapareció en el mar, con sus tesoros, sin dejar rastro, como los viejos bergantines españoles. La noticia triste nos llega en estos días de Navidad, cuando los hombres de buena voluntad buscan la paz. Antonio está en la paz de los muertos y sólo Dios sabe de él. La noticia me llega, desde San Sebastián, a través de un amigo del viejo, desmantelado y patético PSOE de Luis Martín Santos. Su muerte, precipitada por los múltiples cánceres del cuerpo y del alma, habrá sido un descanso para el hombre roto que vivía errabundo en la ya agonizante Vitoria clerical y recoleta...Apareció en mi vida a finales de los felices cincuenta, con su fuerte impacto humano y su misteriosa y romántica personalidad de conspirador barojiano. Me lo trajeron de la mano Josefina Arrillaga y Mariano Rubio. El fue nuestro enlace difícil, y a veces ambiguo, entre el PSOE arcaico de Toulouse y el pequeño grupo de amigos que ingenuamente nos llamábamos el PSOE del interior, cuando don Enrique Tierno era un «familiar» del Banco Urquijo, que «desestetizaba el socialismo español» y era... ¡de Mendés-France! Unos minutos antes de ser detenido, la última vez. habíamos estado Mariano, Antonio y yo delirando sobre el futuro de España. Su detención no sirvió para nada, aparte de la campaña internacional desatada por Vicente Girbáu, bajo la inspiración de Alberto Machimbarrena. La sociedad española -mi familia, mis compañeros del Pilar y de Deusto, los escatológicos proletarios- se

guía su vida al margen de la política, gozando de los resultados tangibles del desarrollismo franquista, mientras que el dictador preparaba, día a día, su «apacible» muerte en olor de santidad, rodeado de vírgenes, brazos de Santa Teresa, seguidores de «el Padre», todo ello en el ambiente de una corte sicofántica. Murió en paz quince años después.Antonio fue sacado de la cárcel por las gestiones de los amigos del Labour Party -espoleados por Josefina Arrillaga- y merced a la simpática generosidad tan desinteresada como interesada, de José Solís, quien ingenuamente consideraba que «todos éramos de izquierda y que teníamos que ayudarnos unos a otros». La realidad era que -Solís aparte- sólo un puñado de moralistas ingenuos -¿quién que es moralista no es ingenuo?- íbamos contra la corriente de felicidad generalizada de un pueblo hambriento que al fin comía todos los días.

Cuando Antonio salvó de la cárcel la «desordenada codicia» de la picaresca a nivel de sociedad industrial era una realidad, y ya era tarde para todo. Nada había que hacer: sólo cabía esperar. Antonio esperaba siempre en su soledad un fantasmagórico enlace de Toulouse que, como Godot, nunca llegaba. Los otros, los listos, esperaban la muerte del dictador. Su espera no era dorada, pero era cómoda. Esperaban desde sus sacristías y sus despachos asesores laborales de la patronal, esperaban y preparaban sus cátedras con becas del Urquijo, o desde las casas puestas por los suegros inmobiliarios o marisqueros que les habían tocado en suerte. Cuando el dictador empezó a morir, los dirigentes futuros del PSOE estaban preparados para empezar la gran tarea de encuadrar los millones de españoles que, «at home», o habían sido, o eran, resistentes antifranquistas, revolucionarios prácticos o teóricos, socialistas autogestionarios y decididos partidarios de múltiples revoluciones culturales. Antonio Amat no esperaba nada, y ahogaba la angustia de su situación en el salvador chiquiteo vasco. Ahora todo ha terminado y Antonio ha desaparecido en el mar -paradójicamente, en el Mediterráneo- sin dejar rastro. Descanse en paz; en esa misteriosa y silenciosa paz de los que mueren ahogados.

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