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Sara Lezana y Serranito: luz, sonido y movimiento

Las pratolinianas muchachas de Vallecas, que jamás se atrevieron a leer El Jararma, se han ido convirtiendo, con el tiempo, y a base de brebajes democráticos, en heroínas de François Sagan. Ahí mismo hay dos, escoltando a un muchacho pelirrojo que reparte sus cálidos mordiscos a diestra y a siniestra con armonía fraticida. Una lleva puesto un vestido largo, amarillento, una especie de túnica sujeta a la cintura por un cordón, y en torno al cuello, hasta el pecho, un chal violeta, liso y descolorido, así como un sombrero de paja negra, minúsculo, posado sobre sus mechones negrísimos. De la otra sólo veo su jersey granate. y un rubio moño receloso acariciado de continuo por la mano izquierdosa y regordeta del céntrico galán. Observan esos tres con sorna a los que bailan en la pista. Allí, un carroza se desplaza al raudo ritmo de su propia marcha posnupcial e irreal; manos en los bolsillos del pantalón, blanca camisa y gafas de rockero que nunca muere. No hay quien lo pare. Ni el bailón que le da la fantasía ni esas parejas respetables que parecen danzar un minué a unas 78 revoluciones permanentes por minuto, arremangándose de puro vicio y sacando los labios hacia afuera para montar un número difuso de naturalidad. Al apagón de alarma sosegada, todos retornan a sus mesas, repletas de barquillos y pasteles, licores, cigarrillos y programas.La madrileña discoteca Xenón-Disco presenta su segunda gala: con la bailaora flamenca Sara Lezana y el guitarrista Víctor Monge Serranito. Ella y él aparecen primero en pantalla, mientras un remolino de taconeo y palmas nos sumerge en la hospitalidad de una apuesta privada: «Había que hacer algo por sacar este arte nuestro de ese espacio tan reducido en el que se encuentra sumido por causas a las que, por otra parte, no somos del todo ajenos. No cabía, pues, otra cosa que enmendar la plana y mirar e frente a todo un país cambiante y retador que se propone hacer otra historia. » Ella y él pasan del dicho al hecho, de la pantalla al escenario. Ambos están sentados. Ella recita ahora, con los ojos cerrados, cantares machadianos; toca él por soleares. Todo va sucediendo gradualmente, entre amables penumbras, sin arrancar ni un solo aplauso del personal. Porque se sigue confundiendo temperamento con aturdimiento, amenidad con atoaje. Por fortuna, Sara Lezana no renuncia a la elegancia, al ondular de los silencios gestuales y a una manera de rizar el rizo que jamás solicita el apoyo de lo seudopatético o vulgar. Por fortuna, Serranito también insiste en una transparencia sin concesiones. Al final, tras sevillanas, guajiras, tarantos, soleares, alegrías y zapateados, este doble rigor recibe recompensa.

El pelirrojo grita: « ¡Artista! ¡Genio! iFigura!». Y la ovación es general. Para los dos protagonistas y para toda la compañía. Cantaores: Antonio Cuevas y Alfonso Salmerón. Guitarristas: Francisca, Angel Cortés y Luis Cobo. Flauta: Pedro Ontiveros. Teclista: Richard Krull. Sara Lezana recibe un ramo de flores de manos de un camarero, que, además, va y la besa. Alguien comenta ami lado: « ¡Ay, pillín!».

Vuelve la luz. Vuelve la música discotequera. Vuelve ya el personal a fabricarse su propia historia, por las claras.

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