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Reflexiones de un médico de La Concepcion

Catorce de diciembre de 1979. La Concepción ha concluido su huelga, la tercera de los últimos tres años, que es también la primera en que a la licitud se ha visto unida la legalidad. Quizá fuera el momento de ponderar el balance inmediato de esta extrema acción laboral. Pero más perentorio y constructivo le parece al firmante -un médico- la reflexión sobre los temas esenciales que afectan a la propia nervadura de la casa: nada más, pero nada menos, que preguntarnos de dónde venimos, a dónde deberíamos ir y, muy sobre todo, a dónde podrían abocarnos los caminos tomados.La Fundación Jiménez Díaz, que supuso un punto de inflexión modélico en la medicina española, ha enfrentado desde su origen dificultades: muchas externas, pero no pocas le han venido de dentro, al no estar dispuestos todos los que trabajan en ella a sintonizar la dura práctica diaria con la bella teoría recogida en sus fines.

En principió, la estructura de gobierno de la Fundación es perfecta. Tiene un patronato rector, órgano supremo en quien debiera estar representada la sociedad a la que en su triple vertiente -asistencia, docencia e investigación- sirve. Una dirección que debería marcar los derroteros científicos y ejecutar los acuerdos del patronato. Una junta facultativa responsable de la calidad de los que integran su plantilla y del trabajo de los mismos, que en todo momento puede contar con el asesoramiento de múltiples comisiones de control.

Empero, nada podrá pasar del terreno teórico si los puestos de la estructura no son ocupados en cada momento por personas plenamente identificadas con los ideales de la Fundación, aunque esto haya de ser en detrimento de intereses personales, incluso -digamos- de muy respetables intereses...

En mi sentir, cualquier solución pasa por la rectificación de los rumbos emprendidos -mayo de 1976- a raíz del nombramiento de nuestro actual director, rumbos que ciertamente incluyen reuniones con sus dirigidos, pero escasas, limitantes en los convocados, meramente informativas y sin posible confrontación de ideas. No es casual que en esta coyuntura se desencadenaran, en los primeros meses de su mandato, dimisiones significativas en la junta facultativa e incluso en el seno del patronato, con las consecuentes elecciones para cubrir vacantes.

El acicate de la naciente democracia española pretendió reflejarse en la consulta de enero de 1977, exclusivamente restringida a los médicos de la plantilla, para cubrir una plaza de patrono. Fue el estreno de un sistema, eficaz para quien sepa manejarlo, y productor de una bien instalada « mayoría » que va a votar unida y compacta porque son muchos los intereses que cohesionan a sus miembros. Pero con la falta de esa condición esencialmente liberal de que si la mayoría predomina, lo haga sin laminar a la «Oposición»: una oposición que acoge a personas muy distintas en ideología y con un único denominador común, que es el deseo de cumplir los fines fundacionales, aunque, eso sí, según su propia interpretación en conciencia.

Planteadas así las cosas, no es extraño que febrero de, 1977 nos traiga un conflicto serio, cuando el patronato se niega -inútilmente, al fin- a considerar interlocutores válidos a los representantes de la asamblea de trabajadores. Sobreviene un tiempo de inquietudes: la economía de la Fundación un día es asumida con triunfalismo y a vuelta de hoja con desesperación; ahora, con las miras puestas en la Seguridad Social salvadora y mañana reivindicando la máxima independencia. Proliferan las tensiones, los escritos no respondidos, las reuniones públicas denegadas. Y como un nuevo hito, enero de 1978 se coloca la primera piedra de un metafórico edificio cuyos principales arcos surgirán en 1979: la ocupación de puestos clave en la administración por personas de fuera de la casa, sin ninguna experiencia hospitalaria, que desplazan legítimas aspiraciones de promoción en antiguos y leales colaboradores.

Bien distinto es lo que ocurre con buen número de puestos, incluso de máxima responsabilidad, de la plantilla médica, atribuidos a personas cuya virtud principal consiste en su antigüedad en la institución, amén de su aceptación de las consignas.

Sería vano y hasta injurioso para los trabajadores de la casa silenciar su creciente concienciación sobre estos asuntos. Una oportunidad bien reveladora se dará en febrero de 1978 con el nombramiento del primer comité de empresa de la Fundación, plebiscito que cuestiona severamente la aceptación de la dirección por parte del personal. Nuevas y parecidas apreciaciones se evidencian en el conflicto de abril de 1978, y así hasta estos casi finales días de 1979, tras la huelga legal que la junta facultativa y la permanente del patronato convirtieron en inevitable al negarse a un laudo pactado, previamente.

Pero, en fin, todas estas reflexiones podrían tomarse como expresión de un conflicto más -apenas noticia- en el contexto de similares problemas nacionales, si no fueran suscritas por un trabajador que es médico y, por tanto, preocupado por cuanto afecta a su vocación. Nadie podrá pretender que todos estos desajustes suceden sin demérito del triple objetivo fundacional. La investigación, a pesar de los esfuerzos del subdirector titular, presenta dificultades especialmente lamentables por cuanto se trata de un sector que siempre ha dado originalidad a nuestra Fundación. Parecidos quebrantos acosa n a la enseñanza con situaciones denunciadas, pero no atendidas y con desfallecimiento de las sesiones clínicas, de la actividad de la biblioteca, incluso en la no reaparición del boletín de la Fundación. La asistencia, el fin tradicionalmente mejor atendido en la casa, también se ha erosionado en los últimos tiempos. Hay departamentos en que la responsabilidad última recae sobre quien no debiera tenerla, policlínicas a ritmo lento, demoras en la entrega de informes, un archivo que no recibe historias. Y un servicio de urgencias, colocado bajo los focos de la atención y la sensibilidad ciudadana, que está pidiendo a gritos -gritos urgentes, como es del caso- replanteamientos operacionales.

No quisiera con este escrito ofrecer la sensación de que la Fundación Jíménez Díaz no cumple las importantes tareas para las que fue creada. Pero sí he querido opinar en voz alta que pueden y deben cumplirse mejor, atendiendo el desafío social y científico de nuestros tiempos. Y, en fin, como obligada justicia, proclamar que cuanto de positivo se viene haciendo procede cantabilizarlo en una gran medida sobre la historia abnegada, a veces heroica, de personas o servicios.

jefe del Servicio de Nefrología de la Clínica de la Concepción, de Madrid.

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