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Reflexión para un receso

El Parlamento va a entrar en su receso vacacional de fin de año, poniendo término a su primera legislatura. Hasta primeros de febrero no está previsto, salvo emergencia, que una nueva sesión plenaria tenga lugar en el palacio que inauguró en el año 1.850 el general Narváez, acompañando a la reina Isabel Il. Es, por consiguiente, un tiempo de reflexión, lo que se concede a la clase política. Serán unas semanas de silencio en los escaños; de ausencia de discusión en las comisiones; de inexistencia de conversación en los salones; y de no escuchar más rumores y fantasías entre los hirientes timbrazos del comienzo de las sesiones y las urgentes conminaciones del altavoz para votar, que repueblan en tropel, la Cámara semivacía.Hay en estos momentos un extendido malestar en el país. Lo origina, entre otros factores, la grave situación económico-social, de una parte; un desánimo generalizado que se refleja en el clima pesimista de los inversores y en la escasa confianza que despiertan los planes del Gobierno en materia económica. El deterioro de la seguridad ciudadana es otro factor que da lugar a este clima adverso. No comparto, sin embargo, los pronósticos sombríos, ni siquiera caer en la simplificación errónea de las críticas globales y frontales. Los problemas son muchos y simultáneos. Las soluciones, difíciles y discutibles. Echar la culpa de ese ambiente a la transición y a la democracia resulta un expediente vulgar y ridículo en que no creen ni los que enarbolan tales argumentos. Lo cierto es que en España, el tránsito a la democracia ha coincidido con la más profunda crisis económica del siglo XX en el mundo.

La República de 1931 pasó por trance parecido. Allí también coincidió el comienzo del régimen del 14 de abril con la oleada de la depresión que había estallado en Estados Unidos, a fines de 1929. No se ha insistido bastante sobre aquella simultaneidad de circunstancias. Pero sería injusto ignorarlas. Sin el entorno sombrío de paro, inflación y caos económico que constituían el panorama de fondo de la Segunda República española, otro hubiera sido quizá el proceso y el destino del ensayo democrático que empezó con las elecciones del 14 de abril. En un clima de prosperidad hubieran sido distintas las posiciones de la derecha y de la izquierda. Y diferente, seguramente, el desenlace trágico final. Y, sin embargo, recuerdo que en aquel período, había escaso interés hacia la vertiente económica -que era decisiva- y predominaba, en cambio, un angustioso y apasionado talante hacia el tema político, que monopolizaba el afán de los líderes de partidos, de los Gobiernos de cualquier signo y, por supuesto, de la opinión pública.

Me lleva ello a plantear la cuestión de las prioridades. En las encuestas celebradas después del 1-M, los puntos de mayor preocupación de los interrogados son el desempleo, el coste de la vida, la inflación monetaria, la defensa de los puestos de trabajo, los inmensos obstáculos que encuentra el empresario, las dificultades de la vivienda, del transporte público, de la sanidad, de la enseñanza, la protección de la calidad de la vida, el ecologismo. Vienen. después, en orden de preferencia, la seguridad ciudadana y el terrorismo. Y mucho más atrás, los otros problemas, presentes en la preocupación general. Quiere decir esa radiografía de prioridades que sin conceder una preferente atención al conjunto económico-social, no se dará la sensación de que el Gobierno conecta con la calle o que el Parlamento se ocupa de los asuntos deurgente necesidad. El Parlamento sigue adelante en la realización del calendario anunciado por el

Gobierno al comienzo de la legislatura. Se han aprobado varias leyes orgánicas que completan el ordenamiento constitucional, pero faltan de aprobar muchas más. Ahora bien, ¿no es un error pensar que ese ritmo acelerado en la fabricación de las leyes orgánicas tiene una directa y favorable incidencia en la solución de los problemas apremiantes arriba mencionados? Es como si un médico recetase todos los días tres o cuatro nuevos fármacos para un enfermo que necesitara una operación quirúrgica urgente.

¿Puede intentarse una nueva aproximación al asunto? Pienso que sí. Sacar adelante la economía española de los peligrosos niveles en que se encuentra debe de ser, ante todo, una tarea de Estado, es decir, un compromiso de todos. Ninguna de las fuerzas que integran el sistema productivo puede estar ausente de un tal propósito. La solidaridad entre esos estamentos ha de establecerse como base y punto de arranque. Un plan como éste se asienta en la solidaridad a escala nacional y tiene que extenderse a un período de cuatro o cinco años, cuando menos. Hay que presuponer además la buena fe de los que pactan. No se puede intentar un esfuerzo de tal envergadura sobre la hipótesis de la mala fe y del juego sucio entre los que intervengan. Napoleón decía que los únicos tratados buenos eran los que se pactaban entre las segundas intenciones. Aquí y ahora, sería mejor que esas dobles o triples jugadas se ventilasen previamente en público, con objeto de que empresarios y centrales sindicales Se avengan a un acuerdo general, que no sólo lleve la paz y la justicia al ámbito de la producción y del trabajo, sino también aporte la vuelta a la idea clave de la productividad; a la de los costes competitivos; y a la perspectiva de prosperar, es decir, a la idea de beneficio, sin lo cual no es posible que la estructura actual de nuestra economía funcione.

Se me dirá que no es el Parlamento el foro adecuado para iniciar y llevar a término un pacto nacional de tal naturaleza. Así lo reconozco. Es función de los elementos interesados y en todo caso, del Gobierno. Pero pienso también que hay cauces reglamentarios para que la Cámara pudiera solicitar del ejecutivo un debate que, en último término, condujera a ese fin.

¿Y por qué no utilizar también la televisión para ese gran propósito? ¿Qué impide que los medios televisivos lleven a la mayoría de los ciudadanos, en directo, un planteamiento de esta envergadura, cuando todo el país clama por una atención preferente hacia el tema? ¿No estamos acartonando, con rutinas infantiles, la democracia televisiva? ¿No hay demasiada lejanía, demasiada apologética, escasísima información directa y un evidente temor a llevar los verdaderos problemas al foro popular de la pequeña pantalla de nuestros hogares? Si al Gobierno le puede interesar algo en estos momentos es reforzar su imagen y acercarse a los temas calientes y vivos. En una democracia, sólo enriquece el contacto popular. Lo demás es hibernación o política congelada. El Gobierno debe demostrar su presencia y exponer sus criterios. ,Y permitir que las demás fuerzas políticas expongan los suyos, favorables o críticos, en debates, lo más auténticos posibles, sin trampa ni manipulación. No hagamos del poder, como en otros tiempos, un lugar secreto, lejano y misterioso. Si de algo puede servirnos el ejemplo de fuera, ahí están los Gobiernos de los países del Occidente desarrollado, sumergidos en esa misma crisis hasta la coronilla, pero saliendo cada dos por tres, a la pantalla o al Parlamento, a través de sus máximos exponentes, para dar cuenta de la cambiante, sorpresiva y dificil situación y explicar o justificar las duras decisiones a tomar. En tiempos de riesgo grave, los economistas de un Gobierno son los presidentes de ese Gobierno o del Estado. No les faltan ministros, asesores y expertos, pero ellos aceptan -como en la guerra- la responsabilidad de las operaciones en curso.

Da una penosa sensación leer algunas crónicas políticas del momento. Se pronostican crisis, cambios de ministros, estrategias electorales, «tapados» imaginarios, retratos-robot y conspiraciones de palacio. Y fuera de ese minipanorama se halla la elite la verdadera crisis, la de nuestra economía, la de nuestros ejércitos, laboral y empresarial, motores de nuestra vida civil colectiva.

¿Puede el receso parlamentario presente servir de reflexión sobre este punto, cuando se acaba la década y empiezan los veinte últimos años del siglo XX? ¿Seremos capaces de superar el mezquino partidismo y las magnificadas naderías, para afrontar con decisión y mirando al interés general los graves contratiempos que nos amenazan? Si hubiéramos de sintetizar en breves palabras lo esencial de los años setenta, en perspectiva. histórica, lo haríamos así: España realizó en esa década la transición política y sufrió al mismo tiempo una profunda y grave crisis económica. Esperemos a que se haga lo preciso para que la última no devore a la primera.

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