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¿Condenados a entenderse?

La historia de las relaciones hispano-marroquíes ha sido hasta ahora -y seguirá siendo en el futuro, si no lo remediamos- la de un desdichado e incomprensible desencuentro: una larga lista de tentativas bien intencionadas, pero tardías; de ocasiones miserablemente fallidas; de esfuerzos obstinados e inútiles contra la corriente irresistible de los tiempos. La situación periférica o, por mejor decir, marginal de España con respecto a los centros motores del imperialismo europeo podría habernos evitado cometer, en buena lógica, la tropelía histórica de las grandes potencias cuando procedieron a repartirse con un tiralíneas el continente africano como si se tratara de un pastel.Desgraciadamente no fue así, y a cambio de las migajas del festín colonial -¿cómo íbamos a ser capaces de colonizar las montañas del Rif si no podíamos siquiera explotar y poblar vastas zonas de Aragón, Extremadura o sierra Morena?- tuvimos que soportar casi dos décadas de guerra vana, el desastre de Annual, la humillación de ser salvados in extremis por la intervención militar francesa. El advenimiento de la Segunda República podría habernos procurado la ocasión de borrar nuestras anteriores faltas de haber propiciado el diálogo con los representantes del movimiento nacional marroquí. Tampoco fue así y, en lugar de ello, sus gobiernos, ya fuesen de derechas o izquierdas, se limitaron a aplicar, si no a perfeccionar, los mecanismos represivos, presuntamente apaciguadores, establecidos por el general Primo de Rivera: actitud incalificable y de funestas consecuencias para la causa de la democracia en España, tanto cuanto permitió a los generales facciosos de 1936 utilizar el trampolín africano para imponer en la Península cuarenta años de «orden» franquista.

La deposición de Mohamed V por los colonialistas franceses nos brindaba, asimismo la oportunidad de apoyar a fondo el movimiento descolonizador que comenzaba a gestarse en el Magreb, Franco jugó durante algún tiempo la carta antifrancesa, pero, enfrentado bruscamente al retorno triunfal del rey depuesto y la ineluctabilidad de la independencia, no supo o no quiso aprovechar el capital de simpatía forjado por la actitud española entre las masas marroquíes. Obligado a abandonar a regañadientes la zona norte del Protectorado, se opuso con porfia a la restitución de los restantes territorios atribuidos a España por los distintos acuerdos hispano-franceses de finales del siglo XIX y comienzos del actual: de ahí la anacrónica guerra de lfni, de 1957, y tras la frustrada tentativa asimiladora de Seguiet-el-Hamra y Río de Oro, su decisión personal de alentar la creación de un movimiento independentista saharaui sometido a nuestra influencia -una iniciativa política de graves consecuencias que, como la de Inglaterra en su mandato de Palestina- iba a desembocar en un previsible conflicto entre los Estados de la zona y dar al traste con los esfuerzos de edificación de un gran Magreb. Los bruscos bandazos de la política española en el último lustro -reflejo de nuestra imprevisión e incertidumbre, tocante a los problemas norteafricanos- muestran todavía hoy, como decía justamente el editorialista de EL PAIS («Condenados a entenderse», 9-11-1979), la carencia lamentable de «una estrategia nacional inequívoca, a largo plazo, representativa de los intereses estatales y comunitarios por encima de los propiamente partidistas».

Un colonialismo de quita y pon

Este breve repaso histórico -en el que no voy a detenerme ahora- descubre, con todo, una evidencia incontrovertible: España no ha tenido nunca una verdadera política marroquí ni norteafricana. Ha tenido tan sólo, durante más de medio siglo, un ejército norteafricano cuyo costoso mantenimiento constituía un fin en sí, ligado a sus acuciantes problemas de orden interno. Mientras Francia se preocupaba por crear una red de intereses económicos, políticos y culturales destinada a prolongar su influencia después de su inevitable partida, la retirada de nuestros territorios norteafricanos ha significado, en la práctica, el desmantelamiento total o casi total de la presencia española en la zona: una especie de abandono por desahucio, un colonialismo de quita y pon, ajeno por completo al futuro de nuestros supuestos «protegidos». En el Rif y la Xebala, en Tarfaya y en lfni, los españoles se llevaron consigo cuanto podía ser acarreado de los cuarteles y centros oficiales, incluso el plomo de las tuberías. A pesar de los esfuerzos de un puñado de profesores y la meritoria labor de algunos diplomáticos, el proceso de sustitución de la lengua y la cultura españolas en la zona norte en provecho del francés continúa de forma difícilmente reversible: los jóvenes de Nador, Xauen, Tetuán, Tánger o Al-Hoceima se expresan hoy en francés con preferencia al castellano; el número de marroquíes hispanoparlantes tiende a reducirse de año en año, como una piel de zapa. En cuanto a Sidi lfni, el espectáculo es todavía más desolador. Llegado el momento de evacuar aquella plaza, España la evacuó por completo: hoy, el consulado de nuestro país es un edificio fantasmal y desierto, con puertas y ventanas atrancadas; no hay ni un solo habitante español en la localidad, ni una escuela en la que los niños puedan aprender el idioma que practicaban sus padres; por arramblar con todo, nos llevamos hasta los muertos enterrados en el cementerio.

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Este desinterés e indiferencia por un país en cuya ocupación militar invertimos inútilmente tanto dinero y sangre ha favorecido, como es obvio, la implantación y desarrollo de otras influencias. No es exacto, como he leído recientemente, que en 1956 Marruecos «prefirió privilegiar sus relaciones con Francia, que había sido su enemiga». Si bien es cierto que España no podía competir con aquélla en el campo de la ayuda técnica, programas educativos y cooperación económica, algo se podría haber hecho en tales esferas si la política franquista. con respecto a Marruecos no hubiera sido, guiada por el rencor y el despecho. El resultado de dicha miopía lo medimos hoy: mientras miles de estudiantes marroquíes amplían sus estudios en Francia, el número de quienes lo hacen en España no sobrepasa, tal vez, la centena. No sólo Francia, Estados Unidos, Alemania o Italia mantienen una presencia y proyección cultural superiores a la nuestra, sino que incluso pequeños y lejanos países de la Europa del Este nos adelantan en dicho terreno. Como decía amargamente un hispanista marroquí: «Europa Oriental se, preocupa más de nosotros que Madrid. Desde allí se afanan por enviar escuadrones bien pertrechados de profesores e investigadores, mientras la presencia cultural y científica de España brilla por su ausencia. Esto no es sólo un problema de medios: es un asunto que depende de las voluntades y de la visión del futuro.»

Voluntad y visión del futuro: tales son realmente las coordenadas del necesario acercamiento no sólo cultural, sino mental, de nuestros dos pueblos. El filoarabismo español ha sido casi siempre huero y convencional. Bajo la retórica oficial del franquismo anidaba una actitud de ignorancia y extrañeza profundas hacia las realidades contradictorias e hirientes del mundo árabe. Marruecos y España son, ciertamente, como a un lado y a otro del Estrecho no nos cansamos de repetir: «dos países condenados a entenderse». Dicha fórmula, aunque objetivamente justa, no debe, no obstante, satisfacernos. La amistad entre dos pueblos no puede vivirse como una condena-como algo dictado por una mera fatalidad geográfica. Es indispensable dar un paso más. El fomento del turismo, los planes de cooperación técnica, los proyectos industriales conjuntos, etcétera, tienen que ir acompañados de un intercambio cultural fecundo, que ayude a nuestros países a conocerse, a respetarse, a apreciarse. La tarea que se abre ante nosotros es vasta e incitante: España debe velar por la difusión de su lengua -y cultura en el ámbito norteafricano, al tiempo que se abre a la lengua y cultura árabes a través de este primer y fundamental eslabón que es Marruecos; debe fomentar la exportación de sus libros, enviar prefesores y conferenciantes, organizar exposiciones, giras teatrales, festivales cinematográficos. Marruecos, por su parte, tiene que esforzarse en mostrar su imagen reaI a la opinión pública hispana, divulgando la labor de sus escritores y artistas, su rica cultura, su folklore espléndido. La clase intelectual española, sea cual fuere su afiliación política, ha de entablar el diálogo con la intelectualidad marroquí y apoyar la lucha de ésta por un Marruecos fuerte, justo y democrático.

Luchar contra la ignorancia

Para rematar estas breves reflexiones, quisiera reproducir y hacer mías las palabras pronunciadas por el titular de la Corona española durante su reciente visita a Marruecos: «Es necesario que nos conozcamos, simplemente, tanta es la ignorancia recíproca que nos caracteriza. Limpiemos nuestras visiones mutuas de imágenes falsas, de ideas preconcebidas y de simplificaciones que a veces reducen nuestros conocimientos recíprocos a burdos clichés ( ... ). Propongo que el hispanismo o el arabismo no sean patrimonio de unos pocos, rincón para especialistas o, casi, ciencia exótica, sino conocimiento general de dos vecinos que han vivido toda la Historia juntos y a los que la ignorancia parece alejar, a veces, excesivamente.»

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