Los nombres de las calles
Van a cambiar los nombres de las calles o, por mejor decirlo, les van a devolver los primitivos. Así parece ser que la Castellana volverá a ser la Castellana; la Gran Vía, Gran Vía, y Recoletos, Recoletos. La verdad es que nunca dejaron de llamarse así, por encima de razones más o menos administrativas. Ciertos barrios o colonias privadas, adivinando el porvenir o recordando pasados desafueros, se adelantaron bautizando a sus modestas vías con nombres que unas veces recordaban mundos perdidos de espacios siderales, lo suficientemente lejos como para no comprometer, en tanto otras adoptaban patronímicos derivados de flores y plantas, desde el lirio inocente a la temida marihuana.El máximo ejemplo de asepsia en lo que a nombres se refiere nos lo ofrece Nueva York cuando, allá por el siglo XIX, decide afrontar definitivamente los problemas de una urbanización adecuada a su futuro crecimiento. Como todo el mundo sabe, el plano de esta ciudad se presenta como una red uniforme de calles horizontales y perpendiculares, ordenadas como un tablero calculado y simétrico. Las doce que van de Norte a Sur se las distingue simplemente por una letra del alfabeto; las que corren de Este a Oeste, por números que van del uno al 55. La única vía irregular que consiguió sobrevivir en esta especie de crucigrama urbano fue Broadway, por una serie de intereses creados. A todo esto añade Leonardo Benévolo, en su Historia de la arquitectura, no sin cierta razón, que el plano de Nueva York refleja en cierto modo a la Constitución americana, en la que las reglas de convivencia política se formulan de modo que procuren la mínima limitación a la iniciativa de los ciudadanos.
Nuestro trazado urbano, el nuevo baile de sus nombres y calles, bien podría decirse que refleja a su vez nuestra actual Constitución, donde la iniciativa depende muchas veces del capricho de alcaldes y concejales. Basta que un municipio cambie de color para que nombres de escritores, políticos, hombres de Estado, mártires y santos, cuando no simples particulares, inicien el sueño de los justos o de los condenados en los. desvanes y depósitos municipales. Así vemos desterrar a Cervantes, que ha debido ceder su puesto a un poeta local famoso desde ahora por enviar a los Baños de Argel al autor español más universal de todos los siglos. Así vemos ir o volver cumplir condena breve o prisión perpetua a tanto muerto ilustre, a tanta efemérides, a tanto monumento alzado, retirado o destruido al compás de involuciones revoluciones. ¿Dónde van a parar todas esas placas, bustos y monolitos? ¿Se destruyen definitivamente o se conservan, a la espera de otros tiempos mejores o peores? Hoy que surgen museos para todos los gustos y caprichos, bien podría votarse un presupuesto para fundar el nacional de los defenestrados de todos los colores. Allí estarían las placas arrancadas de las calles, los monumentos retirados, agrupados por años o por siglos. Sería, más que una lección de humildad, un repaso de nuestra historia inmediata y doméstica, vivida a golpe de intereses, cuando no de caprichos. Ahora que los colegios son visitantes habituales de colecciones y pinacotecas, los niños españoles aprenderían más en este museo imaginario que en los manuales al uso, consultados apresuradamente en vísperas de exámenes. Porque tales manuales también cambian al paso de los tiempos según las latitudes, y no hay sino comparar las distintas versiones de un avatar cualquiera para comprender que aún hoy la historia se escribe demasiado lejos o demasiado cerca.
Encontrar denominaciones, al menos, duraderas
Por todo ello sería deseable encontrar de una vez para siempre nombres, si no eternos, al menos, duraderos. Para honrar hombres o empresas singulares bastan sencillos monumentos. Azorín o Valle-Inclán tienen el suyo. Cuando no hay dinero para piedra ilustre en las arcas de los ayuntamientos sirve una simple lápida, como hacen los franceses. Ellos, que algo saben de revoluciones, tienen su plaza de la Concordia, que bien puede servir de lección y resumen a tanta disputa como enturbia el mal trazado urbano de nuestras capitales.
Hay nombres consagrados por la tradición, el uso o razones inmutables, más allá del capricho de los días. La plaza Mayor seguirá siendo Mayor, aunque muchas le aventajen en perímetro; la calle de Segovia seguirá siendo tal, aunque a Segovia se llegue ahora por otros derroteros; la de Toledo seguirá apuntando a la vieja capital del César y El Greco, y Alcalá mirará a Alcalá, por encima de autopistas y desvíos. Carretas seguirá siendo Carretas, aunque los carros hoy sólo sirvan para adornar mesones; Puerta Cerrada no estorbe el paso a nadie y la Puerta de Moros no vea asomar las huestes de Jomeini.
Si la Historia puede servir de ejemplo o guía de futuras y posibles decisiones, los madrileños y foráneos no debieran perderse la exposición de un cuadro que se anuncia para dentro de poco. Se trata de una alegoría de la villa pintada por Goya en 1810, en plena guerra de la Independencia. En dicho medallón retrató el pintor nada menos que a José Bonaparte, tan odiado por los vecinos de la Corte por razones sabidas, más allá de sus posibles -valores personales. Dos años más tarde, el mismo Goya, por razones que hoy llamaríamos coyunturales, sustituyó la efigie del intruso por la palabra «Constitución». Trabajo perdido, porque a poco José Bonaparte volvía a entrar en Madrid, y un Goya bien dispuesto a adaptarse a las nuevas circunstancias volvía a retratarle en el dichoso medallón, pensando que esta vez la cosa iba para largo. Grave error. En 1813, la imagen de aquel débil monarca volaba, una vez más, del cuadro, cediendo de nuevo el paso a la Constitución, que vino a llenar el lienzo ya gastado de tanto pintar y borrar efigies trahumantes. Goya se marchó a Francia, no se sabe si temiendo represalias o harto de enmendar la plana a la Historia, y fue Vicente López quien, a su vez, trazó sobre aquel medallón la efigie del recién coronado Fernando VII.
Cualquiera pensaría que las vicisitudes de esta reliquia singular, espejo de nuestros avatares próximos, destinada a reflejar no el país de Alicia y sus maravillas, sino el acontecer político de España, acabarían allí. Pues no. Veinte años después, un concejal con ideas personales sobre la inestabilidad política mandó borrar, a su vez, la imagen de aquel rey tan deseado, ordenando poner en su lugar un rótulo que aún debe decir simplemente «Dos de Mayo». Ejemplo de cómo poner fin a una cuestión en la que la cultura y la política, oportunismo y arte, lucharon entre sí, enzarzados, hasta prevalecer el sentido común, que suele colocar lo universal sobre lo efímero o particular, ya se trate de lienzos o de nombres de calles.
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