Drazen Dalipagic, el francotirador
Su mecánica de tiro era elegante y fluida, y viéndole sacar la pelota desde tan arriba, entendías la dificultad que entrañaba su marcaje
Me alcanza la noticia del fallecimiento de Drazen Dalipagic y el primer recuerdo que viene a mi cabeza tiene lugar en el pabellón de la ciudad deportiva del Real Madrid. Habíamos terminado el entrenamiento y, por rutina o porque la práctica le había sabido a poco, el yugoslavo se queda un rato más lanzando a canasta, sobre todo desde su lugar favorito: la esquina izquierda del ataque. Antes de irme hacia el vestuario, me quedo observándole, todo un privilegio tratándose de uno de los mejores tiradores de la historia del baloncesto. Los lanzamientos se repetían con asombrosa similitud. Su mecánica de tiro era elegante, fluida, sin ninguna sospecha de esfuerzo. Viéndole con su altura sacando la pelota desde tan arriba, entendías la dificultad que entrañaba su marcaje, entre difícil e imposible. La cara, como siempre hierática, de hombre serio con bigote. Y lo más importante, su acierto, fuera del alcance de la mayoría. Me dije a mí mismo que en cuanto fallase un tiro me iba a duchar. Me quedé frío esperando.
Seguramente habrá habido gente que se haya sorprendido de que Dalipagic sea un exjugador del Madrid. No es de extrañar, pues su paso dejó poco rastro. Llegó avalado por su tremendo historial, donde acumulaba medallas en Europeos, Mundiales y Juegos Olímpicos, y también por Mirza Delibasic, compañero en la selección yugoslava y al que seguro que Lolo Sainz le pidió opinión. Parecía un buen movimiento de cara al gran objetivo de volver a ganar la Copa de Europa. Pero la cosa no funcionó. En lo deportivo no se cumplieron las metas colectivas ni individuales, seguramente lastrados por la norma que sólo permitía un extranjero en la competición nacional. Esto significaba pocos partidos a disputar y quedarte fuera de la dinámica colectiva cada fin de semana. Tampoco en lo emocional su huella fue profunda, ni mucho menos. Como las comparaciones las carga el diablo, es también probable que le perjudicase el carisma de Mirza Delibasic, llegado a Madrid una temporada antes y que nos tenía enamorados a todos, compañeros, rivales y aficionados.
Delibasic y Dalipagic eran dos talentos superlativos que, como diría mi madre, no se parecían ni en lo blanco de los ojos. Mirza era un artista, jugaba con frac, parecía flotar en la pista, atraía el foco, contentaba a todos en forma y fondo. Se hacía querer. Dalipagic era otra cosa, casi lo contrario. Siempre serio, parecía que ni sufría ni disfrutaba en la pista, donde no hacía concesión alguna a nada que no fuese buscarse un lugar donde poder recibir el balón en buenas condiciones para atacar la canasta. Del resto se encargaba su prodigiosa muñeca. Delibasic jugaba al mus a los tres meses de llegar, ejemplo de meteórico proceso de integración. Dalipagic siempre pareció un recién llegado, profesionalmente respetuoso al máximo con sus compañeros, pero sin dejar de ser un elemento extraño que con la misma discreción que vino se marchó unos pocos meses después.
Este tropiezo no dejó de ser una excepción en su rutilante carrera, que duró unos cuantos años más, tanto en clubs italianos como en la selección. Por cierto, estuvo muy cerca de hacernos una faena en la semifinal de los Juegos Olímpicos de Los Ángeles. En pleno relevo generacional y con otro Drazen (Petrovic) a punto de explotar como jugador, Dalipagic llevaba el mando. Como reza el manual del buen líder, tuvo una puesta en escena espectacular que no pudimos parar. El calvario duró hasta que Díaz Miguel ordenó una bendita zona que terminó ofuscando a los yugoslavos, mientras Matraco Margall las enchufaba que daba gusto.
Una de las muchas formas que existen para clasificar a los jugadores es la que los divide en creadores y ejecutores. Dalipagic era un ejecutor de manual, un francotirador, anotador incansable, máquina de acumular registros. De cerca o de lejos, con bote y sin él, cualquier posición en el ataque le venía bien para encontrar el hueco suficiente para lograr su objetivo. No entendía de nervios, de finales de partido, de marcajes pegajosos. Los sentimientos son un engorro para los francotiradores. Ellos cargan, apuntan y anotan. Sin más. Lo que hizo Dalipagic durante toda su carrera.
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