Una lucha sin sentido
Al hilo del debate sobre la enseñanza, comenzado a nivel de ponencia en la comisión correspondiente del Congreso, y con amplias resonancias ya en la calle, dos ideas fundamentales me vienen a la mente: que España es, tristemente, diferente, y que haríamos un gran país entre todos si, en vez de derrochar inútilmente energías atacándonos, las empleáramos en buscar soluciones civilizadas de convivencia.Cuando se ve la obstinación con que la izquierda aborda el debate (y para convencerse de ello basta hojear los folletos del PSOE y del PCE sobre el proyecto de ley de Estatuto de Centros, para no hablar de otros partidos), la parcialidad con que parecen invocar los derechos humanos cuando les conviene e ignorarlos o querer atropellarlos cuando están en contra de su concepción de la sociedad; la distorsión en la interpretación de textos tan claros como el artículo 26.3 de la Declaración Universal de Derechos Humanos, referente al «derecho preferente de los padres para elegir el tipo de educación de sus hijos», el 13.4 del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, sobre «la libertad de los particulares y entidades para establecer y dirigir instituciones de enseñanza», otros artículos de esos mismos textos y de otros convenios firmados y ratificados por España, en los que se afirma que «la enseñanza será gratuita al menos en los niveles obligatorios», uno no puede menos que preguntarse: ¿pero en qué siglo viven los autodenominados progresistas?; ¿por qué plantean ahora en España con tanta virulencia debates que se han resuelto satisfactoriamente a favor de la libertad de enseñanza en Europa a finales del siglo pasado o comienzos de éste?; ¿cómo se puede demostrar tal ignorancia de lo que sucede en los países de la Comunidad Europea, en la que pensamos integramos? ¿O es que a los cuatro años de democracia se han cansado de Occidente y vuelven la vista a los países tercermundistas o a las democracias populares?
En una sociedad plural y democrática como la española, lo lógico es que haya una pluralidad de centros, y no un modelo único de escuela. Si queremos ahorrarnos energías y debates inútiles y emplearlas en elevar el nivel cultural y dialogante de los españoles, tiene que llegarse a un ordenamiento legal de la enseñanza que respete los derechos fundamentales citados anteriormente y no discrimine a grupo alguno de españoles.
Desde mi punto de vista, y en coherencia con la doctrina sobre libertad de enseñanza del Derecho Internacional, tres aspectos esenciales tienen que recogerse en ese ordenamiento legal sin los cuales no podrá afirmarse que haya en España libertad de enseñanza como reconoce nuestra Constitución (27.1).
1. Posibilidad jurídica de que puedan existir centros con un ideario educativo, para que los padres puedan elegir con conocimiento de causa el que sea más conforme con sus convicciones y creencias.
2. La posibilidad jurídica de asegurar una dirección como garantía del mantenimiento del propósito fundacional y del ideario, lo cual no se opone a una participación de los distintos sectores que constituyen la comunidad educativa, pero sí a la utopía autogestionaria, y, finalmente,
3. Una justa distribución de los fondos públicos destinados a la enseñanza entre todos los españoles, sin discriminaciones, para que la libertad de enseñanza llegue a ser real y no meramente formal, lo que implica la financiación a las familias o a los centros, para que se beneficien las familias, en plano de igualdad.
Si no se respetan esos derechos fundamentales en el desarrollo de la Constitución, no se llegará en España a la paz social en el terreno educativo, con gran quebranto de la prosperidad del país y de la democracia. Es claro que en las dos últimas consultas electorales realizadas libremente, el país no se inclinó por el modelo de sociedad colectivista marxista, y es también claro, como ponen de manifiesto encuestas realizadas científicamente por consultoras independientes, que la mayoría de los españoles se inclina por la libertad de creación y dirección de centros (59,4%) y la financiación de todos los centros debidamente autorizados (69,9%).
Los argumentos en contra de este ordenamiento legal son pura demagogia. El hecho de que en una pequeña localidad no haya más que un centro no elimina el derecho y el deber de posibilitar la elección allí donde sea posible, como sucede en todos los países del mundo libre. Es incomprensible que la izquierda no haga problema de la cuasi gratuidad de la enseñanza universitaria estatal ofrecida indiscriminadamente, incluso a aquellos que podrían pagarla, sólo porque el organizador de esa enseñanza es el Estado, y se oponga a la financiación de los centros de formación profesional de segundo grado no estatales, a los que acuden, hijos de obreros y de clases humildes, por la sola razón de que el organizador sea una entidad no estatal. No es justo decir que un ordenamiento legal como el que pretende el proyecto de ley de Estatuto de Centro esté hecho a la medida de la enseñanza confesional católica, cuando en realidad está abierto a todas las confesiones y grupos sociales que tengan una determinada concepción de la vida y quieran trasmitirla a través de la enseñanza. Lo que quizá sucede es que algunos de esos partidos están en contra de la manera cristiana de ver la vida.
Los religiosos dedicados a la enseñanza en España estamos a favor de la paz, social, la democracia, la calidad de la enseñanza y de un ordenamiento legal que, sin privilegio alguno, pero respetando derechos fundamentales, haga posible, jurídica y financieramente, una escuela popular cristiana abierta a todas las clases sociales. Nos parecen hipócritas los ataques al pretendido elitismo de nuestros centros, cuando, simultáneamente, se nos niegan las ayudas económicas imprescindibles que podrían eliminarlo. Si las fuerzas de la izquierda fueran lúcidas en estos momentos, comprenderían los esfuerzos de renovación que estamos realizando en nuestros centros, y que lo único que pretendemos al defender la financiación de la enseñanza no estatal es servir y favorecer la integración social de todos los españoles.
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