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Para quedarse, para volver

Hace casi diez años, como viajero de paso por Madrid, unos escritos de Pepe Monleón me descubrieron la idea del transtierro, esa palabra que inventó Max Aub. Exiliado ahora, redescubro a Max Aub y -con tanto atraso, con tanta compasión y desasosiego- conozco La gallina ciega, el libro de notas donde dejó su experiencia el transterrado, después de la inútil visita a una España que ya no entendía y de su retorno al exilio. He leído a Max Aub, a su desconcierto incapaz de reinserción y en EL PAIS de la misma semana el artículo sereno e indignado de Faustino Lastra sobre los problemas legales del refugiado en España: la ambigüedad de las disposiciones sobre asilo, el desempleo insuperable, la imposibilidad de normalizar una existencia desarraigada. Buena superposición de lecturas: el testimonio entre desgarrado y atónito del que ya no podía volver aquí, aunque podía, y la situación de quienes no podemos entrar aquí, aunque nos dejen. También, oportunidad de reflexión sobre la posible síntesis entre el destierro presente y el transtierro que nos espera a tantos miles de seres.

Muchos de nosotros llegaremos a vivir -y a escribir- el repliegue y la incomunicación del transterrado, del que se quedó sin tierra propia, aunque los tiranos hayan desaparecido junto a los decretos del ostracismo.

He cerrado el libro y en la noche quedan suspendidas las frases terribles de Max Aub para describir el nuevo país, indescifrable y ajeno, que se le muestra al retorno. «Ya nadie sabe nada, ni recuerda nada, ni quiere saber nada», dice (injustamente) de los jóvenes que interroga, se indigna contra los viejos amigos y camaradas que reencuentra. «Me parece que hablo y no me oyen. » Y al tropezar con alguno de sus coetáneos que comparten el mismo recuerdo de España, rodea al que se quedó y al que vuelve el mismo extrañamiento de una realidad que avanzó sin esperarlos: «Todos tienen mi edad. Estamos solos. »

Para los desterrados -y no distingo entre el exilio político y el económico, que para los latinoamericanos de hoy es, de hecho, también político- tiempo y espacio se duplican en procesos simultáneos. En el espacio-tiempo del destierro transcurren la experiencia personal, el deterioro o la forja del individuo; no seremos ya los mismos, pero seguimos siendo nosotros. Otro tiempo y otro espacio, sin embargo, siguen adelante sin nosotros, allá lejos: la modificación irreparable que se opera sobre la comarca, los seres, el pensamiento de las generaciones, la sociedad toda, ya otra. En ese segundo espacio-tiempo, que es el verdaderamente nuestro, ya no estamos, no estaremos más, si el plazo se prolonga, si la distancia permanece. En un punto implacable espera el transtierro, la aparente imposibilidad de retomar el curso de la vida que fluyó sin nosotros.

Contra esa posibilidad nos acorazamos. Unos asumimos de a poco, pero con determinación, el nuevo país. Viviremos aquí mucho tiempo todavía, lo cual puede significar para siempre; aquí crecerán o nacerán nuestros hijos; aquí trabajaremos, crearemos, contribuiremos; debemos entonces aprender la lengua, las costumbres, estar atentos al acontecer diario. Habrá que incorporarse a esta historia ajena cuyo curso nos atrapa y debe incluirnos de una vez por todas. La patria sólo será para muchos la juventud distante, y oímos a Machado: «Lejos quedó la pobre loba...» El transtierro es vencido precisamente por su esencial condición: adquirir otra tierra, otro solar. ¿Conformes, además? No lo pregunten; o sea, no lo pensemos.

Otros, a la inversa, nos replegamos a reductos edificados pobremente con la memoria de lo perdido, reconstruidos sin cesar con materiales precarios, agrietados y vueltos a reparar cada día. Vivimos sólo dentro de esa fortaleza débil y desmesurada; discos, libros, periódicos atrasados de allá, cartas familiares, el relato de algún escapado (que se graba en cassettes y se transcribe en folios apretados) hacen la ronda en manos de los que niegan el transtierro voluntario: la patria no estará perdida si hacemos pervivir sus nociones entrañables, su idioma, sus costumbres, los aspectos numerosos de su cultura y a veces, en una síntesis gratificante, la integración en otra patria mayor, América Latina, ese sueño antiguo que retrocede hasta Bolívar.

¿Nos sirven esas opciones y no hay otras? Digamos que, de algún modo, todos somos, en ambos casos, derrotados por la realidad: no es transterrado quien se apresura a aceptarlo como un don; no dejará de serlo, tiempo mediante, quien se retire a reductos patéticos e imposibles. La clave para una tercera alternativa que reúna lo positivo de aquellas dos opciones está en comprender que han podido dejamos sin pasado y trucar nuestro presente, pero que nada pueden contra una voluntad de transformación del futuro.

Ya sé que existen retóricas sobre el tema y que son, como los botes salvavidas, elementos auxiliares. A veces tienen sólo valor instrumental para mantener cierta cohesión de las comunidades desterradas o para justificar liderazgos ya vetustos. Pero también son irrenunciables y quizá a través de ellas se apunte una salida, si consideramos que toda retórica de la situación es el entorpecimiento conceptual de hechos reales y concretos, que deberemos cernir afanosamente, hasta encontrarlos. Esos hechos no provienen de esquemas o proyectos que nos prometan el regreso al país o su rescate, sino al revés, pienso: regreso y rescate serán posibles sólo cuando descubramos por nosotros mismos -o en nosotros mismos esos hechos o la voluntad de crearlos. La operación será de lo individual a lo colectivo, o no será.

Porque, en último término, aquellos dos ejemplos de cómo comportamos en el exilio son las dos caras de una misma moneda inútil; están destinados al medio en que vivimos ahora, manejan al país lejano (y qué fácil es no advertirlo, a veces) sólo como punto de referencia para disponer la conducta del presente. ¿Qué pasará, en cambio, si vemos a la patria no como el bien perdido para siempre, ni tampoco (según quieren Brecht y Mario Benedetti) como el ladrillo que se lleva con uno para mostrar cómo era la casa, sino como el bien a recrear, como el lugar donde habrá que edificar otra casa? El futuro aparecerá entonces lleno de esa tarea, el pasado será el error a corregir, el presente del exilio sólo el tiempo de la espera. La mala hierba del transtierro no llegará a crecer dentro de nosotros, así. Vivir fuera mientras tengamos que hacerlo; volver allá (claro que cuando se deba, cuando el horror haya sido derribado, cuando nuestros países se limpien de culpables) para acometer las reconstrucciones necesarias, las construcciones nuevas, dispuestos a cambiar dolorosamente de piel, a no intentar que prevalezca solamente lo que había, con esa humildad fructuosa que consiste en dudar de todas las verdades excesivamente recibidas.

Sin ello, regresaríamos como Max Aub, no entenderíamos nada, volveríamos a partir: «¿A qué vine? No lo sabía. Me apoyé en un árbol y, en el amanecer ya vivo, sentí que lloraba.»

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