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Tribuna
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Las razones de un rechazo

Ex diputado y dirigente del MovimientoComunista de Euskadi (EMK)

Recuerdo perfectamente la asamblea de parlamentarios vascos del 29 de diciembre del año pasado. La Casa de Juntas de Guernica parecía reventar de satisfacción -sonrisas de gala de diputados y senadores- se iba a someter a votación el proyecto de Estatuto de Autonomía que los parlamentarios habían redactado. En aquella votación, la mía fue la única voz discordante: mi voto fue el único negativo. No fue fácil, he de reconocerlo; no es fácil votar en contra de un proyecto de Estatuto de Autonomía cuando, precisamente, lograr un régimen autonómico para Euskadi ha sido, durante largos años, uno de los objetivos básicos de nuestra lucha.

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Sin embargo, era un fraude gigantesco para nuestro pueblo, y a mí me tocó levantar acta de ese fraude.

Fue un fraude, en efecto, el planteamiento mismo de la redacción del Estatuto. Del Estatuto no se acordaron los partidos mayoritarios hasta que la inminencia del referéndum constitucional puso en el orden del día los procesos electorales subsiguientes; a partir de ese momento, como para compensar los retrasos anteriores, el tema comienza a ser tratado con una urgencia aparentemente angustiosa. Sorprendido por tan repentina premura, expuse, por mi parte, razones, creo, que de peso en favor de una mayor tranquilidad al abordar la cuestión en debate; en concreto, defendí la conveniencia de esperar a que se llevaran a cabo las elecciones pendientes (municipales, por lo menos, generales bastante previsiblemente) antes de redactar definitivamente el Estatuto, habida cuenta que sectores significativos de la vida política de Euskadi no estaban presentes en la Asamblea de Parlamentarios, debido al boicot que las corrientes agrupadas en torno a Herri Batasuna habían promovido en las elecciones del 15 de junio. No sólo no se me hizo el menor caso, sino que, como represalia por mi posición disidente, se me marginó de la comisión de redacción del Estatuto, colocando en mi lugar, sin ser parlamentario, a Marlo Onaindía, secretario general de EIA.

No hacía falta ser muy mal pensado para desconfiar grandemente de aquel afán que, de repente, parecía azorar a los parlamentarios; era evidente que los problemas nacionales de Euskadi llevaban muchas décadas pendientes y unas pocas semanas arriba o abajo no los iban a modificar ni, poco ni mucho. No; las preocupaciones de los parlamentarios no venían de ese lado. ¿De donde venían? Venían, en primer lugar, de su interés por disimular la tremenda vaciedad que presentaba su gestión parlamentaria, presentándose ante los electores con algo entre las manos, aunque no fuese más que un proyecto: el del Estatuto.

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Y, en segundo lugar, se trataba de evitar que los resultados del referéndum constitucional presionaran a la hora de la redacción del Estatuto si, como era previsible, el pueblo vasco no iba a aceptar de buen grado la Constitución de Suárez. ,Cómo justificar que el Estatuto aceptara todas las limitaciones y cortapisas que esa Constitución establece para el desarrollo de los derechos de los pueblos? ¿Solución? Se redacta el proyecto de Estatuto antes de que el pueblo se pronuncie sobre la Constitución, y arreglado.

Un fraude fue también el contenido del proyecto de estatuto que, aprisa y corriendo, pergeñó la mencionada comisión de redacción; un fraude porque la mayor parte de las reivindicaciones fundamentales del movimiento nacional vasco quedaron al margen del Estatuto. Fuera quedó la exigencia del derecho a la autodeterminación, un derecho cuya importancia supera en Euskadi su dimensión de derecho democrático general de los pueblos, para constituir una pieza clave de política práctica, sin la que es imposible ofrecer una salida viable a las corrientes independentistas que, guste o no, tienen en Euskadi un arraigo de masas indiscutible; fuera quedó, asimismo, una línea de normalización lingüística consecuente, al colocar al euskera en una situación de neta inferioridad frente al castellano; fuera quedó una solución democrática del problema de las relaciones de Navarra con el resto de Euskadi, al establecer una verdadera carrera de obstáculos para lograr la vinculación de Navarra al área autonómica vasca; fuera quedó una política de orden público, que atajará realmente el gravísimo problema que la actuación de las Fuerzas de Orden Público actuales, antes y después de la muerte de Franco, ha creado en Euskadi, al posibilitar que esos cuerpos policiales puedan continuar actuando en Euskadi tras el establecimiento del Estatuto; fuera quedaron muchísimas cosas más, una política de integración nacional que atajara el provincialismo y las divisiones que engendra, una justicia vasca que mereciera el nombre de tal, la vieja reivindicación de que los jóvenes vascos hagan la mifi en Euskadi, la posibilidad de establecer ciertas relaciones específicas con las regiones vascas del otro lado de los Pirineos...

Se nos dirá quizá que era inevitable que ocurriera lo que ha ocurrido, que era inevitable que quedara fuera del Estatuto todo lo que acabamos de mencionar; que, a corto plazo, no es posible hacer realidad las reivindicaciones que hemos esbozado, que el poder no admite, y, en términos generales, estamos de acuerdo, estamos convencidos, en efecto, que unas soluciones satisfactorias a los problemas nacionales vascos exige, antes que nada, una modificación de fondo de la postura desde la cual el poder se plantea el problema de Euskadi.

Y eso, la experiencia lo demuestra, no es algo fácil de lograr. El poder insiste una y otra vez en los mismos errores de corte mal disimuladamente centralista, se niega a mirar los problemas de Euskadi en sus verdaderas dimensiones y recurre, cada vez con más frecuencia, a la represión como medio para enfrentarse a los mismos. Por esa vía no se logra nada; no está de más recordar que Franco lo intentó durante cuarenta años y fracasó comoletamente.

La experiencia de los cuatro años transcurridos desde la muerte de Franco demuestra con toda clarídad la evidente realidad de la disyuntiva siguiente: o se aborda el problema vasco a fondo, con un espíritu consecuentemente democrático, o se deja que la situación continúe deteriorándose hasta que adquiera unas dimensiones ¡rri previsiblem ente dramáticas. Nos tememos que no hay posturas intermedias; las medias tintas, los remiendos, las reparaciones de urgencia pueden, en el mejor de los casos, frenar algo el ritmo de agravación del problema. Lo que no pueden es solucionarlo.

Por esto rechazamos el Estatuto, porque es un camino falso, un camino sin salida, un camino que, antes o después, el pueblo vasco tendrá que abandonar, todo el pueblo vasco, porque el problema de Euskadi no afecta sólo a tales o cuáles sectores de nuestro pueblo, no afecta sólo a los independentistas, o a los euskaldunes, o a los autóctonos, es un problema que atañe al conjunto del pueblo de Euskadi, pues todo él sufre las consecuencias del centralismo. Y atañe también al conjunto de los pueblos que viven bajo el Estado español, ya que el problema de Euskadi apunta directamente a uno de los problemas fundamentales de todos los pueblos hispanos.

¿Cuáles son los límites dentro de los cuales deben encerrarse los derechos y las libertades de los ciudadanos y de los pueblos? Ampliar esos límites, tirando abajo las barreras constitucionales y fácticas que la derecha impone, es una batalla en la que están interesados todos y cada uno de los pueblos que viven bajo el Estado español. Es una lucha común.

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