Después de todo, por el Estatuto
Rector de la Universidad de BarcelonaHay momentos en la vida de los pueblos en que se plantean cuestiones que llenan de preocupación y zozobra. Son horas de inquietantes dudas colectivas. Es cuando se vislumbran dos vías antagónicas. Es entonces que se impone la reflexión y que, ante situaciones de tamaña gravedad, cada uno asume su responsabilidad y resuelve y obra en conciencia.
Mi propósito es, en una encrucijada decisiva de la vida del pueblo catalán, la de la actitud que haya que tomar respecto al Estatuto de Autonomía; hacer eso, una especie de examen de conciencia. Me apresuro a afirmar que expongo un punto de vista personal, con la esperanza, empero, de que no resulte inútil para muchos; incluso quisiera ser clarificador y definir un modo de ser que, me imagino, es ampliamente representativo.
Yo llego a la responsable decisión de optar por el Estatuto de Cataluña con ilusión y con desaliento al mismo tiempo. Con ilusión: siempre es bello empezar, y la presente oportunidad significa, de una manera u otra, que los catalanes nos disponemos, una vez más, a lanzarnos a una importante empresa colectiva. No se olvide que entre nosotros existe una larga tradición de aspirar al autogobierno. Lo poco que en este terreno experimentamos en los años treinta (experiencia tan creadora como fugaz), y que se hundió con los mejores deseos y esperanzas, no hace más que estimularnos a vivir nuevamente la aventura.
Pero también con desaliento. La lentitud del proceso democratizador no es para animar excesivamente a quienes, como yo, hemos vivido casi cuarenta años (desde la primera juventud hasta la consumada madurez) esperando con fe y con firmeza el retorno a la democracia, con lo que ello supone de respeto a los demás, de convivencia fructífera, de realización compartida. Además de la lentitud, la desconfianza ante métodos políticos que muchos repudiamos, pero que no tenemos más remedio que aceptar. El clima de reticencia y escéptico que se respira hoy en amplios sectores de la opinión, y que sucedió a los encendidos entusiasmos inmediatamente posteriores a la dictadura, es otro motivo de desaliento. La evidencia de que nada fácil va a ser conseguir los mínimos indispensables para su realización colectiva, si exaspera a no pocos catalanes y les lleva a adoptar actitudes un tanto radicales, sume a buen número de ellos en un desánimo, situación psicológica colectiva que es la que intento presentar aquí.
Pues bien, para mí, pese a todo, hay que optar por el Estatuto. Por varias razones. Primera, por la más sencilla: porque, hoy por hoy, y tal como aparece condicionada la situación general, no veo otra salida viable. En segundo lugar, si a veces en el transcurso de la historia se ha podido reprochar a los catalanes la adopción de posiciones maximalistas (el famoso ot o res), más numerosas son las ocasiones en que hemos intentado sacar provecho de posibilidades reducidas, como una carta a la que, aparentemente, no merecía la pena jugar. Pienso en los hombres de la mancomunidad de Cataluña, que, hace más de sesenta años y con un menguado instrumento sólo administrativo y unos medios presupuestarios ridículos, realizaron una labor tan meritoria (por ejemplo, en Obras Públicas y en Cultura, entre otros sectores), que todavía hoy pasan en el recuerdo y en lo que de ello ha permanecido. ¿Quién podrá olvidar la escuela industrial de Barcelona; la red de bibliotecas populares extendidas por todo el país; Los Quaderns d'Estudi, y tantas otras publicaciones de signos y de contenidos varios, de impacto decisivo?
En tercer lugar, porque yo no quisiera que si el justamente criticado proceso democratizador no diese los frutos que de él esperamos, o, mejor, que esperábamos, ello se pudiera achacar, siquiera sólo fuese en una mínima proporción, a falta de colaboración desde nuestro ángulo catalán. Entonces, que cargue cada uno con su responsabilidad histórica.
Termino la lista de motivos (más por razones de espacio que por haberlas agotado), con la mención de otro, que no desearía ver tildado de oportunista. Opto por el Estatuto porque, en el fondo, pienso que, ahora como en los demás momentos cruciales de la historia, en definitiva, nuestra realización como pueblo dependerá de nosotros mismos: empuñaremos ahora el instrumento que las circunstancias nos deparan, sin alternativa por cierto, y ya procuraré luego exprimirlo al máximo.
Todo lo dicho me lleva a pedir solemnemente que no se interprete mi opción por el Estatuto como si éste me complaciera. No, ni mucho menos; el Estatuto sobre el que me pronuncio ni me gusta, ni me satisface, ni nos conviene. Pero no tenemos otro. Y me digo: «Si, a pesar de una represión sin precedentes, hemos conseguido salvar la lengua y la cultura catalanas (léase nuestra manera de ser colectiva, que a través de ellas se expresa), mucho será que no consigamos salvar, mediante el Estatuto que ahora se nos presenta, un mínimo de estructura administrativa y de servicios públicos canalizables hacia una mejor realización colectiva.» Esto correrá de nuestra cuenta.
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