Fidel Castro en Nueva York
FIDEL CASTRO luchó en La Habana por el puesto de líder de los países no alineados: lo ganó, y con ese tono y ese revestimiento de líder de los desamparados se ha dirigido ahora a la Asamblea General de las Naciones Unidas. Lo que habría que objetar a sus palabras se referiría más a su política personal, a determinadas condiciones de vida en su país y a la realidad de ese liderazgo que el contenido de su discurso. En La Habana, Castro fue fulgurante y duro, agresivo y espectacular; en la ONU es profético, dolido y admonitorio. La idea general de que sólo puede haber paz en el mundo cuando haya justicia y equidad para los países pobres ha sido ya emitida en la misma tribuna por varios gobernantes, por el mismo Papa. Es cierto que el «nuevo orden económico» es más una teoría que una realidad, encasquillado en todas las conferencias internacionales que se le dedican; que el juego comercial, económico y financiero entre países ricos y países pobres es de tal naturaleza que tiende a perpetuar las diferencias y que, aún más, multiplica la distancia; que la inversión mundial en fabricación y comercio de armas es fantásticamente inmoral.Es utópico, pero eficaz, mantener que los 300.000 millones de dólares que los ministerios de la Guerra gastan en un año servirían mucho mejor la causa de la concordia mundial aplicados a enmendar las condiciones de vida del Tercer Mundo; ya un Papa que no ha podido ser mejorado hasta ahora por sus sucesores, Juan XXIII -a quien en estos tiempos se dedica una justa añoranza- emitió la misma idea de cambiar de destino el dinero de los presupuestos de defensa. No fue escuchado, como no lo será Castro. Pero la idea es efectista y despierta muchas adhesiones.
Por otra parte, la versión de Castro sobre temas concretos que preocupan al mundo -el Sahara, Israel- no es distinta, ni siquiera demasiado personalizada, respecto de las aprobadas en la conferencia de La Habana. Lo que sí es personal es la forma retórica de la oratoria. Fidel Castro tiene acreditada experiencia en el uso de la palabra, un lenguaje claro y directo y una imagen de orador profético que hoy no posee ningún otro dirigente del Tercer Mundo. Entre los ecos que llegan del discurso, la palabra impresionante es una de las que más figuran. No sólo en el acto oratorio de las Naciones Unidas, sino en la conferencia de prensa que dio a su llegada a Nueva York, produjo esa impresión que va más allá del contenido de sus palabras. El carisma funciona también fuera de Cuba. Los que están acostumbrados a los discursos mortecinos y tópicos de la Asamblea General se deslumbran fácilmente por el gran oficio de Castro. Sus palabras percuten, y el ser capaz de encerrar en ellas verdades comúnmente admitidas aumenta la percusión.
Sin embargo, para que Fidel Castro pudiera ser realmente un líder mundial tendría que tener tras él una nación más libre que la que tiene y una distancia de la URSS mayor de la que puede guardar. Sobre líneas ciertas de la historia podría decirse que Castro y Cuba han podido ser forzados a esas dos irregularidades por una presión errónea de Estados Unidos desde el mismo momento de la toma del poder por Castro hasta nuestros días: cerco y bloqueo, intentos de desembarco, aislamiento en la OEA, cuarentena en la crisis del Caribe, bloqueo económico. Esa presión ha creado un Estado policiaco, por una parte, y una necesidad de dependencia económica de la URSS, por otra. Pero no puede seguir sirviendo de pretexto durante mucho más tiempo para justificar una escasa afección por los derechos del hombre, una serie de prohibiciones a las libertades públicas, el mantenimiento de prisioneros durante largos años. Como es cierto que Vietnam es la consecuencia de una guerra colonial llevada por los cuerpos expedicionarios de Estados Unidos, pero no puede admitirse que ello justifique su presión sobre toda Indochina ni las condiciones de opresión en que viven sus ciudadanos. No hay verdadera relación de causa a efecto. Puede no haberla aquí tampoco para medirlas palabras de Fidel Castro en las Naciones Unidas, si éstas se consideran como una lección moral abstracta. Pero los moralistas tienen que tener una conducta intachable antes de aleccionar a los demás.
Con todo ello, Fidel Castro es una figura admirada, casi idolatrada, en muchos países del Tercer Mundo y muy especialmente de América Latina. Para privarle de su razón general y de la ilusión redentora que el castrismo todavía despierta, el camino no es el bloqueo o la amenaza, el espionaje y la presión, como está sucediendo en estos días con el golpe montado de las tropas soviéticas en la isla, como tampoco lo es seguir sosteniendo regímenes del tipo de Pinochet o de Videla en el continente. Se puede comprender perfectamente que las grandes masas latinoamericanas prefieran a Castro antes que cualquiera de los dictadores de la banda opuesta. Mientras ese tipo de regímenes prevalezca, mientras la solución al hambre y la miseria en el Tercer Mundo se busque por la dictadura de corte fascista o por la maniobra imperial, existirá siempre un Fidel Castro, con cualquier nacionalidad o con cualquier aspecto. Y será un factor de multiplicación para las palabras que pronuncia, como lo ha hecho el presidente cubano, en defensa de los desamparados.
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