El Tribunal Constitucional
LAS NEGOCIACIONES entre UCD y PSOE han hecho posible que, tras las iniciales discrepancias en la primera votación del Congreso, la ley Orgánica del Tribunal Constitucional obtuviera en el Senado, y en la segunda vuelta en la Cámara baja, la superficie de consenso necesaria para garantizar la coherencia entre la Constitución y uno de los más importantes instrumentos jurídicos -seguramente el principal- destinados a desarrollarla. La disolución de las Cortes Constituyentes en diciembre de 1978 creó el justificado temor a que una mayoría parlamentaria, de signo diferente a la que había negociado y aprobado el texto fundamental, impusiera criterios diferentes, e incluso contradictorios, en la elaboración del conjunto de leyes orgánicas que van a dar carácter operativo a unos principios en sí mismos demasiado generales y abstractos. Si tal cosa sucediera, se crearía una peligrosa discontinuidad en la construcción del edificio constitucional, cuya solidez y permanencia exigen la congruencia de materiales y de estilos entre las paredes maestras de la norma básica, refrendada en diciembre de 1978, y el resto del trabajo constituyente, aplicado al desenvolvimiento de las numerosas leyes orgánicas previstas en su articulado. Afortunadamente, la regulación del Tribunal Constitucional confirma, después de los Estatutos de Guernica y de Sau, que, cuando menos, los dos grandes grupos parlamentarios parecen dispuestos a seguir recorriendo juntos el camino constituyente -a cuyo final sólo se llegará con la aprobación de la última ley complementaría- con el mismo espíritu de negociación y búsquedas de acuerdos que en el tramo anterior. También el reciente estatuto de televisión ha transparentado idéntico propósito. Y es de esperar que el polémico estatuto de los trabajadores no rompa esa buena marcha.No sólo hay que felicitarse porque UCD haya renunciado a imponer mayorías mecánicas en la aprobación de las leyes orgánicas y el PSOE haya buscado más la sorda eficacia de los acuerdos razonables que el bullicio inútil de los encontronazos frontales. El Gobierno está cumpliendo, en líneas generales y, con escaso retraso, el calendario legislativo al que se había comprometido, y congresistas y senadores están justificando los votos de los electores y los honorarios del Tesoro, mediante un trabajo continuado en ponencias, comisiones y plenos, El sistema parlamentario tiene demasiados enemigos como para permitirse alimentar la virulencia de su crítica con el regalo de argumentos ciertos sobre su mal funcionamiento. La democracia ha de defenderse con todos los medios a su alcance y, sobre todo, con la ejemplaridad de los hombres y mujeres que representan a los ciudadanos, con la transparencia de sus comportamientos con la eficacia de su trabajo.
Por lo demás, el Tribunal Constitucional va a ser una pieza básica de todo el mecanismo jurídico-público de la nueva democracia. La prontitud con que el Parlamento ha dictado la ley orgánica que lo regula permitirá que a comienzos de 1980 pueda entrar en funcionamiento. También en este aspecto los gobernantes, diputados y senadores españoles pueden estar orgullosos. En la República Federal de Alemania hubo que aguardar casi cuatro años a que la Constitución dispusiera de ese guardián, y en Italia el alto tribunal empezó a funcionar sólo ocho años después de que fuera aprobado el texto fundamental.
El Congreso y el Senado están obligados a elegir á los ocho miembros -cuatro por cada Cámara- de designación parlamentaria antes de que concluya el actual período de sesiones, esto es, antes de las Navidades. Los dos vocales nombrados por el Gobierno y los dos procedentes del poder judicial no deberían retrasarse más allá de ese plazo. Pero no se trata tan sólo de que los magistrados del alto tribunal sean designados lo más rápidamente posible. Será preciso también que las Cámaras, el Gobierno y el Consejo General del Poder Judicial extremen la responsabilidad, la prudencia y la altura de miras a la hora de proceder a los nombramientos. Las condiciones establecdas por el artículo 18 delimitan un campo de selección demasiado amplio -magistrados, fiscales, profesores universitarios, funcionarios públicos y abogados- para que no sean imprescindibles otras caracterizaciones complementarias.
Los magistrados del Tribunal Constitucional tendrán que enfrentarse con la ardua labor de resolver los litigios de una Constitución en desarrollo, sobre los que presionarán intereses políticos, ideológicos y materiales de diverso signo, dispuestos a retorcer las interpretaciones jurídicas hasta que se ajusten a la medida de sus conveniencias. La competencia jurídica, la especialización en el Derecho público, la honestidad personal y la independencia partidista son rasgos que no deberían faltar a los miembros del Tribunal. No se trata de predicar un imposible apoliticismo o un todavía más imposible vacío ideológico. Esas ficciones quedan para los apologistas de los sistemas autoritarios, que proscriben verbalmente la política en los rangos de la Administración judicial para mejor introducirla en las salas de los tribunales. Simplemente cabría pedir al Congreso y al Senado que aplicaran los tres quintos necesarios para designar a los magistrados, no para negociar el intercambio de cromos -un Emilio Attard por un Gregorio Peces-Barba-, sino para buscar una lista común de hombres representativos social e ideológicamente y por encima de toda sospecha en lo que se refiere a honradez, insobornabilidad, ausencia de lazos de vasallaje respecto a las cúpulas de los partidos, competencia profesional en el campo del Derecho público y convicciones arraigadas y probadas para defender el sistema parlamentario, las instituciones democráticas y el régimen de libertades. A este respecto constituiría una insensatez histórica que entre los magistrados del Tribunal Constitucional no figuraran personas que representaran, cultural y socialmente, a los vascos y a los catalanes. Una petición semejante se puede formular al Gobierno -el cargo de magistrado del Tribunal Constitucional no debería entrar en la rifa de favores ni en la pedrea de los premios de consolación a los defenestrados- y al Consejo General del Poder Judicial. Porque ese alto tribunal debería ser un espejo de valores democráticos, elevación moral, competencia profesional e independencia partidista y pluralismo ideológico, no un instrumento devaluado al servicio de los cortos intereses y miopes proyectos de las direcciones de los partidos.
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