El último emperador
TRAS LA caída del sha, Bokassa I era el último emperador «ejecutivo» que quedaba en el mundo, salvo que haya alguno olvidado en una isla perdida. El sha conservaba aún una tersura, una imagen externa, con la tradición de un viejísimo imperio y la educación de los colegios suizos; Bokassa I era una caricatura de emperador decimonónico, con un manto de armiño que le ahogaba en el calor centroafricano y una corona de laurel; los escenógrafas franceses le habían preparado unos ornamentos que le ilusionaron de niño en las estampas napoleónicas de los libros de texto. Bajo el manto de armiño había una crueldad sin límites, y la mano que empuñaba el cetro era más hábil en el manejo de la pistola para matar a sus enemigos, incluyendo entre sus enemigos los niños de las escuelas que se manifestaron pidiendo la república. Por alguna razón ignorada, esa matanza, que no fue única ni era insólita, fue la señal que se esperaba para que Occidente le abandonase de su mano; visiblemente, Francia, que le había recibido en el palacio del Elíseo más de una vez, le suspendió subvenciones y ayudas. Desde entonces, Bokassa estaba condenado; se ha aprovechado ahora un viaje a Libia -los viajes al extranjero siempre han sido temibles para los tiranos - para que uno de sus antiguos colaboradores, hasta ahora prisionero en su domicilio, diera el golpe de Estado.El añadido de un nuevo nombre a la lista de los tiranos derrocados sigue haciendo pensar que hay algo más que la casualidad en todo este gran movimiento del Tercer Mundo. Hay un intento de cambio de sistema, una manera de buscar, por parte de Occidente, la colaboración de esos países por medios más seguros y menos vituperables que la presencia de asesinos en el sillón presidencial o, en este caso, en el trono. Aun presintiendo que se trata de una gran manipulación, es una manipulación bien recibida, que se puede saludar como algo positivo en el lentísimo camino -en dos direcciones: siempre con posibilidades de marcha atrás - de la Humanidad.
Bokassa va a pasar rápidamente a la crónica como un loco más. Hay demasiada acumulación de locura en los síntomas de crueldad del poder: en Macías o en Idi Amin o, más atrás, en Stalin o Hitler. Habrá que desconfiar también de esta casualidad de tanta incidencia estadística, y habrá que suponer que más que tiranos locos puede haber sistemas locos, una facilidad para impulsar esos sistemas y un beneficio para quienes priman, durante el tiempo que convenga, esas locuras. Aunque esa sospecha pueda ser, a su vez, una forma de locura. Una paranoia.
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