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Tribuna:MUSICA
Tribuna
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El festival Cabezón, de Antonio José a Antonio Baciero

Hace catorce años que Burgos inició sus festivales Antonio de Cabezón, dedicados a la antigua música española. Desde entonces, la asistencia de público a los conciertos, teóricamente minoritarios, no ha cesado de aumentar y, en la presente edición, la iglesia de San Nicolás se llenó para escuchar el arte de un burgalés de hoy, constantemente entregado a la música de su lejano predecesor. Antonio Baciero, divulgador e intérprete en los diversos instrumentos de tecla de la opera omnia cabezoniana, convoca grandes audiencias desde estos pentagramas tan sobrios como sabios. En ellos -según Pedrell y su continuador y superador, Higinio Anglés-, el ciego de Castrojeriz se anticipa en dos siglos a los grandes maestros del órgano desde «la fuerza emotiva de sus tientos y diferencias».La recuperación viva de la música cabezoniana tuvo, en los años treinta, un protagonista, también llamado Antonio, como el músico de Carlos V y Felipe II y como Baciero: Antonio José Martínez Palacios, que se firmaba tan sólo con el nombre, fusilado en el Llano de Estepar, a poco de comenzar la contienda civil. Dirigía el Orfeón Burgalés, llevaba a las voces, al piano o a la orquesta, el «folklore» de Castilla, investigaba en el cancionero, participaba en coloquios y conferencias y trataba de movilizar a las gentes burgalesas en favor de la música.

Antonio José formaba parte de la tertulia denominada El Ciprés (por alusión al de Silos), en la que se organizaban homenajes a los grandes burgaleses universales que, con su obra, presionaron la historia. En una ocasión era Mío Cid, en otra, Salinas y Cabezón. «La más acusada mácula de nuestro carácter de españoles», escribe Antonio José en el programa de homenaje a los músicos burgaleses, «es la ingratitud. La ingratitud, no por maldad ni por envidia, ni siquiera por la indolencia característica de nuestra idiosincrasia, sino la ingratitud por desconocimiento. Y el desconocimiento, por falta de curiosidad. Y la falta de curiosidad, por obra del pesimismo. Y el pesimismo, por agotamiento de siglos inútiles aspirando el opio de antiguos laureles bélicos. Todo, en fin, por haber soltado una vez el timón de nuestra voluntad. »

La recuperación de esa voluntad movía al grupo minoritario de El Ciprés cuando, el 23 de junio de 1934, celebró un acto, en el parador de Miraflores, «en el que se volvieron a escuchar los acordados sones», de la música de Salinas y Cabezón, «que no han vuelto a vibrar desde el día de su muerte». Era exacta esa ausencia de vibración, si la referimos al pueblo burgalés, por más que esos nombres, en círculos minoritarios internacionales hatrian sido revalorizados gracias a la tarea de Pedrell y sus discípulos. Anglés recogió la herencia y Manuel de Falla hizo penetrar la esencia de nuestra vieja música en sus obras más definitivas: El retablo, el Concerto.

Tras un yantar a la vieja usanza -guindillas asadas con aceite, sopa boba, cangrejos y palominos con setas y los añadidos pastel de almendra, queso, cerezas, pan de hogaza y vino de la ribera-, el maese organista Antonio. José tocó romances, tonadas y canciones de Salinas, y pavanas, tientos y diferencias de Cabezón.

El público aplaude, con Baciero, las intervenciones de la arpista Calvo Manzano, de la clavecinista Genoveva Gálvez, del organista francés -superhispanófilo- Francis Chapelet, el grupo de cobres de Aquitania y el Cuarteto Polifónico de Madrid, a lo largo de un repertorio que de Cabezón y sus contemporáneos, pasando por Juan Sebastián Bach, llega al padre Antonio Soler. Bajo la dirección de Ramón Perales, fundador del Cuarteto Renacimiento, el festival burgalés fortalece el pulso de su vitalidad. No hay erudición, sino música para todos.

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