Destrucción y creación
En mi último artículo de EL PAÍS hacía mía una frase de Rubén Darío: «Hace siempre falta a la creación el tiempo perdido en destruir.» He escrito muchos miles de páginas en mi vida, y sólo una mínima fracción de ellas tiene carácter polémico -nunca personal, sino referido a realidades importantes y que solían estar indefensas- Quisiera quitar a las líneas que siguen todo aire negativo, para buscar un planteamiento positivo de una cuestión que afecta decisivamente al porvenir de España.El 10 de agosto publiqué en estas columnas un artículo titulado «Entre San Polo y San Saturio»; hoy, 23, contesta a él José Luis Liso, alcalde de Soria, que amablemente me invita a visitar la ciudad para poder conocer el proyecto de puente sobre el Duero, entre San Polo y San Saturio precisamente. Agradezco la invitación y lamento que no la haya hecho cuando estaba en Soria, donde escribí mi artículo; no ahora, cuando estoy en vísperas de viajar a Estados Unidos.
Pero no es necesaria la visita. Conozco Soria y su provincia muy bien, tal vez mejor que muchas de sus autoridades actuales, simplemente porque soy más viejo, porque la he recorrido incansablemente desde 1946. Por eso conozco otra Soria que la que ahora puede verse; he asistido contristado, casi siempre impotente, a su destrucción progresiva, a la pérdida de piezas urbanas insustituibles, de perpectivas encantadoras, de partes esenciales de sus alrededores, de su emplazamiento urbano.
El alcalde se equivoca cuando cree que he escrito mi artículo de «oído», «en un paseo con viejos amigos, camino de San Saturio». No, conozco los lugares con toda precisión; he visto con minuciosidad un inmenso plano en que se detalla el proyecto. Si se lleva a cabo, no podrá verse el paisaje de que hablábamos y que recoge la guía telefónica. No sólo por el puente, que ya sería bastante, sino por la carretera que se proyecta construir a la orilla misma del Duero, justamente enfrente de San Polo y San Saturio, lo que ocasionaría una transformación total e irreparable de todo el paisaje, entre el castillo y el cerro de Santa Ana.
Yo mismo decía que Soria necesita un puente. Lo que no necesita es que se haga donde va a destruir algo de sin par belleza y significación. Y la protección de Santo Domingo (que, por lo demás, dificilmente se aseguraría con el proyecto en cuestión) no puede ser pretexto para llevar a cabo una destrucción más en la ciudad que ocupa el puesto número cincuenta -el deterioro máximo- en el estremecedor libro de Fernando Chueca La destrucción del legado urbanístico español (Espasa-Calpe. Colección Boreal. 1977).
Tengo varios millares de fotografías de Soria, hechas a lo largo de 33 años, y son la documentación más triste de lo que la especulación, el capricho y, sobre todo, la indiferencia pueden hacer de una pequeña ciudad que fue admirable. Hoy, debo decirlo, la he encontrado en un máximo de suciedad y abandono. Si mi estado de ánimo hubiera sido un poco mejor, habría reunido unos cuantos centenares de fotograflas que muestran cómo las calles se van convirtiendo en una combinación de desmonte y, vertedero.
Hay otros proyectos, hechos por personas de alta competencia y que conocen admirablemente la Soria antigua y la actual. Soria a necesita un puente, pero no un error. ¿Por qué obstinarse en él? ¿Por qué no tratar abierta, pública, cordialmente, un tema que a tantos interesa o debe interesar? ¿Por qué engañar a la opinión pública con un amenazador «o eso o nada», como si un proyecto elaborado por una oficina fuese algo tan inmutable como las órbitas de los astros?
Me he permitido retener la atención de los lectores con estas reflexiones, porque creo que nos estamos jugando porciones esenciales de nuestro país. Las cosas que «están mal» son innumerables. Pero lo grave es que se crea que están bien. Cuando el responsable principal de los correos españoles declara públicamente que el servicio tiene gran calidad; cuando ha llegado a ser escandalosamente notorio el deterioro de algo que fue admirable, siento escalofríos. Si dijera que el correo funciona muy mal, pero se va a arreglar, tendría alguna esperanza; pero si dice que está bien, no me queda ninguna. (Por cierto, he asistido con consternación, en los últimos años, al espectáculo de un cuerpo, una profesión, que con diversos pretextos ha tirado por la ventana algo que poseía, y muy alto; algo que me parece enormemente valioso: prestigio. Si se pudiera traducir en cifras, ¿cuál sería la devaluación de una profesión que era estimada y simpática como pocas? Y ¿a cambio de qué? Y ¿quién lo ha querido, y con qué fines, seguramente con la pasiva consternación de la mayoría de los miembros de ese cuerpo?)
Sería menester que los españoles, ante cada acto, cada omisión, cada proposición, se preguntasen qué valor tiene, qué crea o destruye, a dónde nos lleva. Que apoyaran enérgicamente lo que les parece bien, lo que quieren; y que rechazan con no menor energía lo que les parece un atentado a su realidad, a sus posibilidades, a su futuro. Y, por supuesto, que determinaran con claridad quién -individuo, corporación, grupo , partido- quiere y busca una cosa u otra.
En una democracia, esto es esencial. La opinión tiene que saber qué han hecho, qué han querido, qué han propuesto los que han sido, elegidos o han intentado serlo, los que van a querer ser elegidos en el futuro. Si la suma de actos e intenciones es favorable, el porvenir de una persona, grupo o partido estaría asegurado; si el balance es gravemente negativo, esto llevaría a la descalificación, a la pérdida de un poder no merecido. En esto consiste la democracia; todo lo demás es pura demagogia -la gran destructora de la democracia, desde los griegos hasta hoy.
Un país tiene puntos particularmente delicados y vulnerables. Nombraré algunos: el paisaje, las ciudades de su conjunto -los escenarios de la vida-; los monumentos en que se conserva lo mejor que se ha sido, lo que nutre la memoria visual de un pueblo, condición de su imaginación histórica; las fiestas populares, donde cada individuo toca fondo y tropieza con la sustancia profunda de su pueblo, donde se refresca la convivencia; los usos del trato; los modelos valiosos, -pasados y presentes, estímulos de la perfección y la ejemplaridad; la lengua -sobre todo la lengua, instalación primaria en la realidad, desde la cual se vive todo lo demás.
Repase el lector cuánto de esto está amenazado, y por quiénes, y con qué propósitos. Probablemente bastaría con verlo para que el remedio fuese inmediato: la sociedad segregaría los anticuerpos necesarios para mantener en estado de salud este gran cuerpo social que llamamos España, tan duro y resistente que, al cabo de casi dos siglos de intentar destruirlo, no lo hemos conseguido. Espero que esta vez pase otro tanto.
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