Secuelas del pacto germano-soviético
HACE CUARENTA años -el 23 de agosto de 1939- los comunistas sufrieron el primero de los grandes sobresaltos históricos que a partir de entonces, iban a crear una continua tensión entre la doctrina-creencia y la necesidad de adaptarse a la formulación política del mundo: el pacto germano-soviético. Otros acontecimientos anteriores habían sido discretos, o envueltos suficientemente en palabras. El acuerdo Hitler-Stalin vulneraba gravemente las, conciencias de los comunistas europeos, que tres o cuatro años antes habían formado los frentes populares y las alianzas antifascistas como una barrera contra la más seria amenaza contra su partido y su ideología, que era, precisamente, aquélla con la que se pactaba. En algunos países se tuvo, por razones geopolíticas, mayor sensibilidad: uno fue Francia, donde el nazismo era al mismo tiempo la representación actual del eterno peligro alemán; otro fue España, donde los comunistas y los que, sin serlo, consideraban todavía esa ideología y su representante en la Tierra como el mejor aliado posible -después de la defección de las democracias por medio del acuerdo de «no intervención»- para la liquidación de un régimen que consideraban como filial del nazismo, a cuya colaboración había debido en gran parte su triunfo.No falta razón a la URSS en la campaña que está haciendo ahora, al celebrar el aniversario, para justificar su postura histórica, aun eludiendo o tergiversando algunos detalles importantes: se trataba de conjurar la posibilidad de que el expansionismo y la agresividad de Hitler se volvieran hacia la Unión Soviética con el beneplácito de Inglaterra y Francia, y desde luego con el de Estados Unidos, que hubieran visto con gran entusiasmo a las dos naciones temidas destrozarse mutuamente. El Pacto de Munich había sido concluido un año antes -30 de septiembre de 1938-, y el tema general de la política de las democracias, con respecto a Hitler, era el del «apaciguamiento».
Pero en este punto comenzaba ya a dibujarse una tragedia: la disparidad entre la imagen de la URSS como potencia nacional, de una parte, y como portadora de una ideología mundial, por otra. Con la perspectiva que se tiene hoy se advierte que la Unión Soviética no dejó nunca antes, ni lo dejaría después y hasta nuestros días, de comportarse como una potencia nacionalista; en aquel momento, para los comunistas, se tenía el primer atisbo de una dicotomía que en los cuarenta años posteriores iba a transformarse en una incompatibilidad.
Se pueden seguir aduciendo razones históricas en favor de la decisión soviética al firmar el pacto. Si los ingleses han dicho siempre que el apaciguamiento de Chamberlain en su visita a Hitler era necesario para la ganancia de tiempo necesaria para reconstruir la aviación y la marina -los franceses nunca pudieron emplear ese argumento, porque su Ejército fue rápidamente barrido-, los soviétícos mantienen, a su vez, que el pacto con Hifier fue también una tregua para su rearme, y que gracias a ello pudieron resistir el empuje alemán cuando llegó el momento y, posteriormente, vencer, a partir de la batalla de Stalingrado.
Lo que ha tenido que pagar la Unión Soviética por ese hecho ha sido el principio de la desconfianza del comunismo internacional, la inviolabilidad de la Komintern y el fracaso posterior de su sucedáneo, la Kominform, hasta el desmoronamiento final del ínternacionalismo proletario, la aparición de los comunismos nacionalistas y, finalmente, el eurocomunismo.
Difícilmente el intento de restauración de imagen que ahora se hace desde Moscú, con un alud de documentos y textos enviados a todo el mundo para explicar el hecho de entonces, pueda recuperar el mesianismo perdido. Con el
pacto germano-soviético se comenzó en el mundo a valorar, de una manera distinta, la idea de Stalin, que terminaría por desmoronarse a su muerte. Comenzó a verse la historia de otra manera, y también el futuro.La enseñanza posible es la de que nunca conviene depositar la ideología y la esperanza en ninguna meca exterior, llámese Unión Soviética o China, o llámese, en el campo opuesto, Estados Unidos. Al final, son siempre los factores ajenos los que dominan y los que pueden arrastrar, a los que ya Marx y Lenin dieron por condenados: a los idealistas.
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