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El periodista y la condesa

Rosa Chacel: Considero que cosa cruel sería, si bien muy tentadora, abandonar su réplica al fluir del vacío que, acaso a su pesar inmenso, ella misma refleja. Conque responderé al instante a esa «breve protesta» (cinco folios) que ayer me dirigía, como castigo hirviente, por mi más que supuesta «ligereza» a la hora de publicar, hace unos días, una entrevista con usted. Pero antes quiero agradecerle que, a lo ancho y largo (o corto) de cuanto allí formula, haya tenido la honestidad airosa de no desmentir ni una siquiera de las varias palabras que yo puse en su boca. De esa honesta actitud deduzco a escape que su resorte replicante, a la orilla de un pozo, no debe estar movido de mala fe, sino sólo de mala conciencia y, mayormente, de fatal memoria.La evocación de mi llegada a su casa es, perdóneme usted, para irse descalzando de risa. Hace de mí un fantasma del que se puede esperar todo, salvo que se conduzca «como un periodista». Sin embargo, señora, yo no le anuncié deseo alguno de ir a venderle pegatinas o torcidos cosméticos ni, muchos menos, de comprarle trenzas o dulces mimos maternales; le dije claramente que yo era un periodista y que cuanto quería era que usted hablase del rodaje reciente de las Memorias de Leticia Valle, donde usted ha actuado de condesa. ¿Qué espera, pues, ajar con ese prologuillo sainetil? ¿Mi vanidad? Si a lo vano apunta, va usted dada.

En realidad, ¿de qué diantres se queja? De que yo me amoldara en estas páginas a reproducir muy fielmente su opinión sobre Alberti: «Más vale olvidarlo. Era una belleza; y ya ve lo que es hoy. Intelectualmente, algo semejante ha debido ocurrirle.» La cita es literal y usted tal vez lo sabe. Como tal vez ya sabe, recordando, que no la ametrallé con preguntas, puesto que usted me pidió, al término, que hablásemos un poco más... En lo que se refiere a mi enana libreta, su alucinación es total; nunca aporté tal joya liliputiense: eran folios doblados en cuatro, de los que me sobraron cantidad.

Por confundir, señora, usted confundiría la páprika con el azafrán. Pero yo sí me acuerdo, y perdone, sin libreta o con ella, de todo lo entrevisto. Me acuerdo, a estas alturas ya sin delicadeza, de su ancha sonrisa maliciosa cuando me habló de Alberti. Me acuerdo que también me habló de Lorca (parcialmente salvado) y de Aleixandre (puesto a caldo), de Marguerite Duras (desdibujada) y de Buñuel («de vez en cuando»)... Puedo recordar más, sin en el fondo, delatarla. Por ejemplo, que usted largaba de lo lindo en cuanto percibía que el periodista no se asustaba nada ante las duras críticas. Ese es su trampolín promocional y todo quisque está al corriente del rentable artefacto. ¿A quién quiere engañar por estas fechas? Recuerdo todavía que el elogio que hiciera de María Zambrano me costó Dios y ayuda. Que guardó gran silencio cuando le hablé de Prados y Larrea. Que dijo no leer casi nada ni seguir el actual proceso de las artes plásticas. Que sí, que sí me habló del verso clásico, pero también de México, de tedescas películas o del primer Resnais. ¿Lo quiere todo? ¿Seguimos recordando? Puesto a decir verdad, señora, un solo elogio natural pronunciaron sus labios: el dedicado a Julián Marías. Que así conste.

Lo restante es delirio para entoñar la nada. Sobre la morenez que le atribuyó Alberti, no se enfade, señora. Importa, sobre todo, el contexto. La toca de la Verónica nos asegura que la barba y los cabellos del Señor fueron negros. Del mismo color serían los cabellos de Nuestra Señora, por la gran semejanza que entre los dos había.

Entre nosotros dos, ninguna semejanza. Mi respeto para su obra y para su persona privada. Y mi completo olvido para ese personaje que, disfrazado de condesa ofendida, retrocede a la par que amenaza con el rencor que inspira el que se atreve al que no se atreve. Se atreve usted, en cambio, a ver al periodista como ladrón de ceniceros. Cuando no se hace honor a la palabra osada, cabe, sí, recurrir a la ceniza.

Mis excusas, condesa. Los ladrones no llaman dos veces.

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