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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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La ley de autopsias y trasplantes, un comentario urgente

El pleno del Congreso de los Diputados acaba de aprobar una ley de trasplantes y autopsias clínicas. El hecho de que la citada pieza legal ha llegado a ver la luz tal como ha salido de la Comisión será con pesar de muchos, incluidos algunos médicos especializados en trasplantes, que hubieran visto con mayor complacencia un documento específicamente dedicado a sus quehaceres, con total separación del otro aprovechamiento social del cadáver, la autopsia clínica, gracias a la cual es la medicina lo que es y por cuya ausencia en nuestro medio, además de otras causas, hemos contribuido los españoles en tan modesta medida al progreso médico.Quienes no querían ver la autopsia en esta ley han movilizado eficazmente a enfermos y diputados, además de promover una bien orquestada campaña periodística.

Aunque su triunfo no ha sido completo, porque habrá al fin, según parece, ley de trasplantes y autopsias, éstas han dejado en la mesa de negociación buena parte de la fuerza que pudo haber hecho de esta ley un avance científico significativo.

Entristece pensar que por resaltar la trascendencia de los trasplantes, que nadie discute, unas cuantas personas, probablemente bien intencionadas, han desprovisto incluso a los trasplantes de uno de los sistemas de protección y eficacia más seguros con que cabía contar.

Su argumento ha sido ampliamente difundido; en cada página de periódico que han podido dominar, en cada reunión hospitalaria que han convocado, en las cartas que han dictado a los enfermos renales que tratan, en la misma sala de la ponencia de las Cortes, se ha oído una y otra vez que el trasplante y la autopsia eran cosas distintas y aun incompatibles, porque la urgencia de uno se frustraba al hacerlo depender de la otra, que ha de ser por naturaleza reposada y dirigida tan sólo a la investigación, sin compromisos inmediatos.

Hasta ahora no ha sonado fuerte y clara una voz distinta de la Administración, autora de la enmiencla atacada, que defendiera criterios opuestos a los de los grupos presuntos paladines del trasplante. Quien esto escribe no es estrictamente neutral, porque sus puntos de vista están sin duda subordinados a su condición de patólogo; sin ocultar ésta, sin embargo, querría romper una lanza por la ya perdida causa de los trasplantes combinados a autopsia y por las autopsias tal como fueron propuestas y ya no serán.

Para empezar, la autopsia es en cada caso todo un proyecto de investigación, que puede desarrollarse con el grado de detenimiento y profundidad que se desee o que la ocasión requiera, y no tiene ni puede tener un tiempo fijo, aunque sí puede abreviarse, bajo determinadas condiciones, para alcanzar ciertos fines concretos; como, por ejemplo, el de averiguar, dentro de lo posible, si un sujeto fallecido en accidente, y por tanto sin historia clínica conocida, padecía una enfermedad que hiciera peligroso el trasplante; sin pruritos de infalibilidad, pero sin aceptar tampoco que sea igual hacer que no hacer la autopsia de donante, cuando de lo que se trata es de proteger al máximo el futuro del receptor. Y de evitar, hasta límites hoy no conseguidos, que con el órgano salvador se traspase al paciente que lo recibe una enfermedad a veces más terrible que la que le ha puesto en el trance del trasplante. Decir que esta precaución no existe en otros países, ademas de no corresponderse enteramente con la verdad, es usar un argurnento muy endeble; y correr además el riesgo de rechazar hoy lo que, sugerido entre nosotros primero, puede volvemos de rebote en unos años, cuando sea norma común en los países que hemos decidido imitar, en vez de respetar nuestro propio juicio.

Decir hoy a nuestros legisladores que la presencia del patólogo en el acto del trasplante es un mero entorpecimiento por cuanto su trabajo es de corte científico, alejado del drama de la supervivencia que alli se juega, es desinformarles. El patólogo maneja elementos de objetividad que quienes trasplantan se libran bien de ignorar antes y después del trasplante tanto en el estudio de los órganos anulados del receptor como, con alguna frecuencia, en el de los que le han sido trasplantados, cuando éstos enfermen. Hace muchos decenios que el patólogo dejó de ser un "médico de muertos", y no existe hoy proceso alguno de importancia en el que su dictamen, en los vivos y con la mayor frecuencia en el momento crucial de su vida como enfermos, no sea precisamente el elemento de máxiina seguridad diagnóstica. La autopsia de los donantes, dirigida a proteger a los receptores, debería ser mandatoria, y me atrevo a decir que será mandatoria a pesar de esta nueva ley nuestra que nace trasnochada por la cortedad de miras de quienes más obligados estaban a ver con claridad y a distancia.

La demora que la autopsia produciría, ese crítico factor que ha sido también usado como arma arrojadiza, es una falacia, porque los preparativos del órgano a trasplantar pueden simultanearse con la "autopsia de protección", que éste debiera ser su ortodoxo nombre.

Todo esto parece que ha quedado ya atrás, y la autopsia clínica, colada de rondón, ahora sí, al separarla de los trasplantes con los que debería ir, en una ley a ellos dedicada, ha venido a ser una autopsia "descafeinada", para usar una palabra en boga. La autopsia que la enmienda proponía, y que el país tenía derecho a disfrutar, servía, además de al progreso científico, a través del estudio de casos individuales, al control de la calidad de la asistencia médica y a la elaboración de estadísticas fiables de mortalidad y morbilidad, al admitir que, a pesar del desarrollo tecnológico de la medicina actual, la autopsia es insustituible en el diagnóstico final de las enfermedades y sus causas, y su realización protege a la sociedad en general y muy particularmente a los familiares inmediatos del fallecido, portadores a veces de enfermedades ocultas de carácter infeccioso, ambiental o genético que la autopsia revela.

De esta ley parece que se han escapado los registros de mortalidad basados en la anatomía patológica y las auditorías médicas de los hospitales. Es decir, después de esperarla muchos años, vamos por fin a tener una ley de autopsias clínicas; lo triste es que, cuando termina el siglo XX, una defectuosa información de nuestros diputados nos va a dar una ley hecha en este aspecto a la medida del siglo XIX. Y es una pena, porque la ponencia del Congreso recibió un proyecto, por vía de la enmienda a la ley de trasplantes, que, aunque pudiera tener sus defectos, estaba esencialmente a la altura de los tiempos.

Este comentario llega evidentemente tarde para ser tenido en cuenta por la Comisión legislativa, que ya ha emitido su dictamen, haciéndose eco de un importante y respetable sector de la profesión médica. Otro sector, menos numeroso pero no menos importante en la medicina de cualquier país moderno, el de los patólogos, respaldaría seguramente los puntos de vista defendidos en este artículo. En un democracia como la que, por fortuna disfrutamos hubiera cabido esperar que el Pleno de la Cámara fuese sensible a todos los criterios respetables, incluso si son conflictivos o proceden de grupos minoritarios. Incluso debe caber la posibilidad de que triunfe una idea de este origen, aún sin especial respaldo político, si se demuestra que va encaminada al bien común.

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