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El último heredero de una tradición racionalista

Ningún análisis del pensamiento de Herbert Marcuse que trate de esclarecer sus raíces culturales podrá descubrir la esencia de su grandeza. La obra de Marcuse en los años sesenta fue el último horizonte movilizador para la izquierda. Y a la vez fue el primero: Marcuse llegó a convertirse en el símbolo de la radicalización de los últimos años sesenta, en símbolo de un movimiento estudiantil que tanto en Estados Unidos como en Alemania Federal se identificaba casualmente con unas siglas, SDS, y en absoluto casualmente con una crítica de la sociedad burguesa: la de la tradición crítica de la Escuela de Francfort en la muy personal versión que de ella había ofrecido.No es casual que la izquierda actual intente recuperar, con una mezcla de nostalgia y sarcasmo, la década feliz de los cincuenta. En estos años al calor de la prosperidad (excepto en la gris oscuridad de la España franquista) se incubó una generación que estalló en los últimos años sesenta, cuya rebeldía está muriendo ahora, diez años después. Y, en cierta forma, es bello que Marcuse haya muerto precisamente ahora: el no tenía ya nada que hacer en un mundo de cretinos desencantados como el que ha creado la crisis económica. Un mundo en que los estudiantes rebeldes de hace años tratan de racionalizar a todo precio su abandono de trasnochados ideales radicales y su muy pragmática adopción del realismo que nos predicaban nuestros progenitores, la despiadada búsqueda de un refugio contra el diluvio, ahora que ya no quedan lugares al sol.

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Pero Marcuse no puede quedar como un simple símbolo del fracaso del movimiento radical de los años sesenta. El ha sido el último heredero de una tradición de racionalidad que, aislado del movimiento obrero por el ascenso del fascismo y la emigración a Estados Unidos, se vio abocada a enlazar su crítica del presente capitalista con su añoranza de la mejor tradición cultural de la burguesía ascendente. Este sería el signo de contradicción de la Escuela de Francfort, el origen de la lamentable menopausia intelectual del último Horkhelmer, la raíz del elitismo de Adorno y de la notable popularidad en los medios académicos de Jürgen Habermas, el heredero heterodoxo. Pero sería también esta contradicción el motivo final de la grandeza de Marcuse.

Sus grandes obras marcan el horizonte de su pensamiento. Razón y revolución era un intento genial de contraponer el Hegel revolucionario al ideólogo conservador que legitimaría el establecimiento del poder prusiano. Con otras palabras: era la delimitación de la frontera entre el pensamiento revolucionario burgués y su cristalización en el conservadurismo reaccionario. No es casual que la tradición revolucionaria de la burguesía desempeñe un papel fundamental en la obra de Marcuse, que no tuvo nunca un contacto real con el movimiento obrero: las mareas de la Alemania de Weimar le llevarían de un consejo de soldados a una breve adhesión al USPID, pero nunca tendría la actividad política de un Lukacs o un Gramsci.

Exilio norteamericano

El exilio norteamericano podía ciertamente resolver este aislamiento. En este contexto debe verse su feroz crítica del capitalismo tardío y de su racionalidad: El hombre unidimensional. El atroz fracaso de la revolución soviética tampoco podía ofrecerle alternativas. El marxismo soviético es la mejor demostración de que Marcuse nunca aceptó moverse en los términos del dilema planteado por la guerra fría, como en su momento lo había aceptado Sartre al escribir Los comunistas y la paz.

Pero el precio de huir de este dilema era la pérdida de cualquier horizonte alternativo para la crítica de la sociedad burguesa. Esto se reflejaría en dos aspectos fundamentales de su obra. Por una parte, la crítica de la teoría freudiana: Eros y civilización es un intento de buscar en los instintos, en la naturaleza humana, en último término, una raíz material para la lucha por la utopía. Tampoco es casual la reivindicación de la naturaleza humana como origen de rebeldía en la obra de Noam Chomsky. el otro gran humanista del pensamiento radical de los últimos años sesenta.

Por otra parte, la pérdida del horizonte revolucionario llevaría a Marcuse a aceptar la idea de una clase obrera perfectamente integrada en la sociedad burguesa, lo cual no dejaba de ser cierto, pero, por una paradoja muy familiar para quienes recuerden que la historia progresa precisamente por su lado oscuro, conduciría precisamente a la gran crisis capitalista de los años setenta. Es una gran ironía histórica que los escritos de Marcuse contra la integración obrera y a favor del movimiento estudiantil alcanzaran su máxima popularidad precisamente en los mismos momentos en que las grandes luchas obreras, en muchos casos puramente salariales, hundían irremisiblemente la tasa de ganancia del capital.

Estos serían los grandes límites de la obra de Marcuse: no comprender que la integración de la clase obrera era precisamente el comienzo de su camino hacia la hegemonía histórica; permanecer ligado al pasado de la burguesía ascendente en su búsqueda de imágenes de un futuro mejor, más racional y más humano. Su misma visión del arte como promesa de ese futuro más bello y más noble es el mejor resumen de su posición: enfrentado a la barbarie actual y consciente de que los mejores aspectos del pasado habían sido condenados a muerte por la racionalidad del capital.

Pero éstos son también los orígenes de su grandeza. Supo ofrecernos razones para la rebelión, supo denunciar la mezquindad de la sociedad del capital, su miseria cultural y moral. Supo ofrecernos imágenes de una sociedad posible y real, en la que el precio del triunfo no serían la competencia, la automutilación, la destrucción de la naturaleza y la unidimensionalidad. Fue el único pensador de su generación que descubrir en el feminismo la promesa de una sociedad civilizada, en la que podrían realizarse plenamente las potencialidades de la naturaleza del hombre y la mujer.

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