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El Estado y la Seguridad Social

Dicen, naturalmente los que tienen, que no es más pobre quien menos tiene, sino quien menos necesita. Buscándole los forros al dicho, y aplicándolo a la Seguridad Social española, bien podríamos concluir que ésta es pobre de solemnidad. Su último presupuesto, el de 1979, tiene previsto más de un billón de pesetas para prestaciones económicas y casi medio para gastos de asistencia sanitaria. Las necesidades contraídas, pues, por la Seguridad Social son las que, como ya explicó en estas mismas páginas Juan Rovira, cuando aún no era ministro de Sanidad pero sí ex subsecretario de Seguridad Social, determinan su alto coste. Aquí y ahora es imprescindible recaudar más de un billón y medio de pesetas para mantener en marcha, y sin detrimento de la intensidad actual, grande o chica, de su acción protectora, el gigante de la Seguridad Social.

La ley 24/72, en el fondo de la crisis

Explicar las razones de la expansión desordenada, en los últimos años, del gasto de la Seguridad Social puede resultar enojoso para el lector, aunque no debe serle superfluo conocer su punto de partida. La ley 24/72, sobre financiación y perfeccionamiento de la acción protectora de la Seguridad Social, encara, por vez primera, la modernización del sistema, procurando corregir sus bajos, o nulos índices de protección. Ocurre, sin embargo, que por el propio planteamiento de la norma o por su incorrecto cumplimiento, la ley 24/72 marcó también el inicio de la crisis financiera de la Seguridad Social.

Si, por un lado, nadie duda sobre la oportunidad de la ley para profundizar en la intensidad de una acción protectora que, por desfase entre. bases tarifadas y salarios reales, había llegado a la «depauperación absoluta de la población pasiva» (Desdentado), es preciso, por otro, considerar que los mecanismos, contributivos, arbitrados para financiar dicha intensificación de los niveles de protección. fueron los que abrieron las puertas a la actual situación de crisis.

La ley, no obstante, preveía dos cautelas para evitar el trauma de su inmediata aplicación: «1.ª, la necesidad de una aplicación escalonada del nuevo sistema de cotización, y 2.ª, la conveniencia de arbitrar una reestructuración más racional de los recursos financieros» (Pereda y Desdentado). La primera de las previsiones consistía en introducir un período transitorio de cotización sobre bases tarifadas y complementarias hasta el 31-3-75. La segunda se cifraba en incrementar la «fiscalización» de los ingresos, mediante la determinación de que las aportaciones a la Seguridad Social consignadas en los Pres4uestos Generales del Estado habían, de ser progresivas (disposición final séptima). Ninguna de las dos previsiones se llevó literalmente a efecto. La primera, porque no se pudo; la segunda, porque no se quiso. Así, en 1975, Fernando Suárez tuvo que sortear la amenaza de crack prorrogando el sistema mixto de cotización y dilatando la fecha de entrada en vigor de lo previsto en la ley. Por otra parte, el Estado, no sintiéridose vinculado por ella, no asumió el compromiso de incrementar sus aportaciones y así, con la excepción de 1974, en «que hubo de concederse un crédito extraordinario a la Seguridad Social para compensar la congelación de cotizaciones, los porcentajes de participación del Estado en la financiación del sistema se mantuvieron estancados, cuando no en disminución paulatina.

Una presión contributiva insoportable

De resultas de todo ello, la presión contributiva de la Seguridad Social en el período 1972-78 ha resultado desmesurada e insostenible. De 256.658,6 millones que se recaudaron por cuotas en 1972 llegamos, en 1978, a 1.138.540 millones.

La despreocupación del Estado hacia la Seguridad Social queda bastante demostrada en los cuadros anteriores. De una participación del 5,7% en la fecha de entrada en vigor de la ley 24/72 se llegó, en 1977, al 3,1%. Teniendo en cuenta que de 1972 a 1977 los ingresos de la Seguridad Social se elevaron en un 264% y que el Estado incrementó su aportación en sólo un 200%, se explica fácilmente que la presión contributiva sobre empresas y trabajadores se elevara hasta el 376%. En términos reales, esto significó que por cada peseta aportada en 1972 por el Estado a la Seguridad Social hubo de aportar en 1977 sólo noventa céntimos, en tanto que empresarios y trabajadores hubieron de contribuir con 1,70 pesetas en 1977 por cada peseta de 1972. O lo que es igual, la Seguridad Social fue en 1977 un 170 % más cara que en 1972 en impuestos sobre la mano de obra empleada.

Sólo a partir de 1978, como consecuencia de lo previsto en los acuerdos de la Moncloa, el Estado eleva su aportación al 7,8 %, si bien un 60 % de su contribución se asignó específicamente a la prestación por desempleo.

Hay algo, por lo demás, explicitado en los cuadros anteriores: difícilmente puede soportar la economía de un país una tasa anual de doce puntos de incremento por encima del índice de inflación en contribuciones sobre el salario. Ello repercute, sin duda, en el aumento del desempleo, en la morosidad en el pago de cuotas y, en suma, en el desequilibrio financiero de la propia Seguridad Social. Una presión contributiva sobre los costes salariales como la que, en la actualidad, constituyen las cotizaciones a la Seguridad Social no puede hacer otra cosa que penalizar el empleo en un momento en que nos estamos aproximando al millón y medio de parados. Continuar en un futuro con el cómodo sistema de elevar las cuotas para financiar los gastos, además de un claro ejemplo de pereza mental es un riesgo que no puede permitirse un país con las tasas de inflación y de paro que soporta España.

Causas de la crisis y alternativas de reforma

Sucede, sin embargo, que las cosas han llegado a un punto en que cualquier solución que se quiera adoptar corre el riesgo de navegar entre la utopía y la regresión. Tan inadmisible sería dar recetas teóricas sin acomodación a las circunstancias reales del país como avanzar por la vía de la limitación de gastos a costa de deprimir la protección dispensada. Ni la sociedad es capaz de asumir un incremento de la presión fiscal suficiente para liberar de golpe a la Seguridad Social de gran parte de sus cargas ni tampoco de empobrecerse con una congelación o reducción de las prestaciones sociales.

Lo que parece cierto es que el mejor camino no es el de liberalizar la medicina y congelar las pensiones. Tampoco medidas recaudatorias in discriminadas, como pudo ser el decreto de 1978 sobre participación de los beneficiarios en el coste de los medicamentos, sirven para salir de la crisis. El ticket moderador, en una demanda rígida como es la de medicamentos, «es una vía de financiación regresiva y socialmente indeseable; el hecho imponible es la enfermedad y no la capacidad de pago». (Luis Enrique de la Villa y otros, en «Medicamentos: medidas contra el pueblo». EL PAIS, 3-8-78.) Ampliar el ticket a los pensionistas sería un sinsentido.

Tomando como causas determinantes de la crisis la insuficiencia de la aportación estatal, las transferencias negativas del Estado a la Seguridad Social y la penalización del empleo a través de una cotización sobre el salario, cualquier camino que se quiera seguir para superar la situación debe partir de ahí. Las aportaciones del Estado deben incrementarse progresivamente y al mismo ritmo en que se intensifique la progresividad del sistema fiscal. La Seguridad Social debe, además, devolver al Estado cuantas cargas recibió, y asumió, indebidamente de éste (acción formativa, servicios sociales, medicina preventiva, familias numerosas, universidades laborales, etcétera) y acabar con lo que Vergés ha llamado «la subvención indirecta a los empresarios agrícolas a través de la Seguridad Social».

Junto a estas dos medidas, incremento de las transferencias positivas del Estado y eliminación de las negativas, empieza ya a ser necesario replantearse el tema de la cotización. El actual sistema sobre salarios, como ya dijimos antes, fomenta el proceso de sustitución de trabajo por capital y penaliza el empleo. Es, pues, preciso trabajar sobre la búsqueda de nuevos sistemas que, aun manteniendo la cotización obrera sobre el salario, sustraigan la cuota empresarial del coste de la mano de obra (valor añadido, beneficios, etcétera).

Y, por último, actuar sobre los gastos, no con medidas sólo recaudatorias y regresivas, sino encarando el problema en su dimensión real. Importa saber que el despilfarro en el consumo de medicamentos no es sólo un efecto de su gratuidad, sino una consecuencia (del dominio de la oferta por un sector productivo controlado por las grandes monopolios transnacionales, de la proliferación disfuncional de las especialidades ofertadas, de la estimulación irracional del consumo y de la incapacidad de la Seguridad Social para controlar la demanda». (L. E. de la Villa, op. cit.) Importa empezar a valorar la rentabilidad social de algunas prestaciones cuya utilidad no justifica el gasto (60.000 millones de pesetas en protección a la familia). Importa controlar la eficacia de los servicios, limitar los gastos de administración, el clientelismo de algunos regímenes especiales y la proliferación de organismos injustificados. Importa, en suma, profundizar en la reforma de la Seguridad Social.

Inspectores técnicos de Trabajo

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