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Columna
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Por la separación de poderes

No es necesario esperar a que haya elección de impartidores de justicia el primer domingo de junio, ni tampoco a que quienes resulten electos tomen posesión, para hacernos cargo de que hoy el imperio de la ley ya no es ni fachada

El ministro Alfredo Gutiérrez Ortiz Mena, en una fotografía de archivo.
El ministro Alfredo Gutiérrez Ortiz Mena, en una fotografía de archivo.María Martínez
Salvador Camarena

Para todo fin práctico, el jueves 13 de febrero de 2025 puede quedar fijado como la fecha en que se determinó el ocaso de un régimen y la aurora de otro. La sentencia formal corrió a cargo de un ministro de la Suprema Corte que simplemente le colgó palabras a los hechos. El ministro Alfredo Gutiérrez Ortiz Mena llevó al pleno de la Suprema Corte de Justicia de la Nación una resolución que zanjaba mucho más que la competencia de jueces del Poder Judicial frente a magistrados electorales, que hizo política al trascender la técnica jurídica.

Gutiérrez Ortiz Mena no se limitó a desautorizar salomónicamente acciones indebidas de unos y otros. Ni se abocó, como algunos añoraban, a tratar de echar abajo la reforma judicial. Lo que hizo fue más sencillo. Y más poderoso. Sin enredarse, llamó pan al pan, y carencia de estado de derecho a lo que, justamente, vivimos hoy: “La realidad que muestra este caso es perturbadora el estado de derecho no se desmorona de golpe, sino que se erosiona gradualmente, decisión tras decisión, cada una aparentemente justificable en su momento; a través de diferentes sentencias, comunicados y pronunciamientos públicos, diversas autoridades han normalizado lo que debería ser impensable: el desacato selectivo de resoluciones judiciales, la intervención e invención de competencias inexistentes y la subordinación del derecho a consideraciones políticas”.

Esas palabras trascienden al choque del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación en contra de un par de jueces de distrito que dieron amparos en contra de la reforma judicial (y por lo cual serán a instancia de aquel, perseguidos judicialmente). Sin estridencia artificial, ese párrafo engloba el fin de una época. Desde hace meses, pero particularmente en las últimas semanas, diversos ámbitos de poder, empezando por la Presidenta de la República y el Congreso de la Unión, desacatan la ley y lo presumen.

No es necesario esperar a que haya elección de impartidores de justicia el primer domingo de junio, ni tampoco a que quienes en ese proceso resulten electos tomen posesión en septiembre, para hacernos cargo de que hoy el imperio de la ley ya no es ni fachada. Con la presidenta Claudia Sheinbaum a la cabeza, el nuevo régimen ha terminado de dinamitar al único poder que aún quedaba de la transición (bueno, queda el poder criminal, que viene muy de atrás, pero a ese dedicaré unas líneas al final).

La formulación de Gutiérrez Ortiz Mena es precisa: “decisión tras decisión, cada una aparentemente justificable en su momento” se ha erosionado gradualmente el estado de derecho. Para, esto lo agrego yo, instalar un nuevo modelo de ejecución de la ley. Porque no es la inminente elección de una nueva Suprema Corte, ni del tribunal de disciplina con su tufo de inquisición, ni mucho menos la realidad de que la mitad de los puestos de jueces y magistrados están en vilo… nada de eso es lo que tiene hoy pasmado al Poder Judicial.

Es la decisión del Gobierno de la República de impedir la independencia de esa rama del Estado lo que socavó el estado de derecho. Y eso, que ya ocurrió, permanecerá independientemente del resultado de ese adefesio que es la elección del Poder Judicial. La sesión del jueves en la Corte fue un réquiem por la separación de poderes, al que si bien le faltó un poco de teatralidad, le sobró evidencia de que lo que ahí se decide, y por ende en cada tribunal del país, de poco vale si choca con quien gobierna desde 2018.

Ese nuevo régimen no descansa ni concede gracia alguna a quienes le desafían. Lo mismo una semana destituyen en fast track a un fiscal que no les gusta, que a la siguiente empadronan al exgobernador acusado (por ese mismo exfiscal) de presunto intento de violación. Ese nuevo régimen quiere el Poder Judicial para que nada se oponga a los de deseos del “aguilita”, y menos que nada la ley en manos de algún juzgador que de pronto se crea que hay espacio en esta época para sentirse autónomo, para ejercer su propio juicio.

Usan el poder para destituir al fiscal del Estado de Morelos, y para envalentonarse al pedir a la Fiscalía General de la República, más cercana que nunca al poder Ejecutivo, que proceda en contra de dos jueces que osaron desafiar la elección del Poder Judicial. Y podrán, al apropiarse electoralmente de los tribunales, establecer una nueva correlación de fuerzas con el capital, la prensa, y las organizaciones sociales —desde iglesias hasta colectivos de madres buscadoras— a quienes dejarán en claro que ya no hay jueces en Berlín. No menciono a la oposición porque lo que no pesa no existe.

El nuevo régimen actúa desde ya como quien sabe que sus opositores, formales o coyunturales, carecerán de mecanismos de defensa. No extrañe por tanto una nueva cultura gubernamental donde a los empresarios no les paguen, o les condicionen contratos a enormes quitas, o incluso les cobren —tarifas, impuestos— de más.

Todo en el cambio de régimen se orienta a fortalecer lo que se pretende instalar. Si los empresarios no recuerdan la lección de la pandemia, cuando se den cuenta ya no tendrán empresa: Morena no cree en apoyar a los inversionistas, y sí en que han de ser exprimidos. Y los afectados no tendrán a quién recurrir: el Poder Judicial está de brazos caídos por una mezcla de miedo y desasosiego. Capitularon sabedores de que en cosa de meses cada resolución que tomen hoy podrá ser motivo de sospecha o incluso sanción, de que la realidad instalada desde 1994 se ha evaporado.

A la espera de que se instale la nueva jerarquía formal, en el PJ saben que solo es cuestión de tiempo para saber cómo recibirán órdenes de las correas de transmisión de quienes ejercen el poder real: es decir, los distintos actores de Morena que tendrán ascendencia sobre ellos. Porque en junio no solo se elegirá a cientos de juezas o jueces. El nuevo régimen no opera por individualidades. Lo que nacerá es el árbol genealógico de la familia judicial morenista, donde apellidos como Batres, Zaldívar o Esquivel podrían derivar en sinónimo de tribu.

Ha nacido el nuevo régimen, y el parto concluye, como bien dijo el ministro Gutiérrez Ortiz Mena, al ser desmontado paso a paso el Poder Judicial. Con eso se cierra el ciclo de la llamada transición democrática iniciada luego de los fraudes de los años ochenta. Todo ha cambiado en seis años para tener de nuevo un minúsculo grupo que concentra el poder; y si tal eco del pasado no fuera suficiente, falta decir que entre los pocos actores que han logrado trascender a este cambio de régimen están los cárteles criminales.

El nuevo régimen está acusado de tener, al menos en escala regional, ligas con narcotraficantes. Ahora que los de Morena dominan el Poder Judicial se verá si usan esta capacidad para garantizarle seguridad a la ciudadanía, para construir estado de derecho, pues, o impunidad a sí mismos. Al fin y al cabo, desde hace meses se arrogaron, desde la Presidenta hasta los morenistas del Congreso de la Unión, la atribución de interpretar las leyes. Por tanto, les tocará también la responsabilidad de la impartición de justicia.

Ojalá Gutiérrez Ortiz Mena no tenga voz de profeta para que el futuro que empieza hoy no se parezca a una realidad donde prevalezca “la subordinación del derecho a consideraciones políticas”. Si tal cosa pasa, quien no sea de Morena no encontrará refugio en la ley.


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