Superman va a los toros
Superman estuvo el domingo en los toros. Pamplona lo vio, yo lo vi y lo voy a contar. Antes hubo una ceremonia de escalofrío. Después, el quite de san Fermín a las sombras de la violencia. Durante toda la tarde, el espectáculo de los guardiolas encastados, serios y bravos. Demasiado para mi cuerpo de cronista feriante. ¿Por dónde empezar? Quizá deberá ser por lo del escalofrío, para que se entienda cómo pudieron engranar en una unidad de tiempo, lugar y modo estas piezas tan dispares y contradictorias: el homenaje popular a un muerto, tensiones políticas, un héroe de tebeo, y la tauromaquia.El domingo era clave para la tranquilidad y el futuro de los sanfermines. La conmemoración de los sucesos del año pasado podía avivar en la plaza aquellas graves tensiones. El minuto de silencio profundo que siguió al paseíllo fue de angustia y se hizo escalofrío cuando lo rasgó la trompeta con su toque de oración. Después atronó el «¡ San Fermín, san Fermín!». La fiesta sucedía al luto. Algunos gritos en euskera fueron ahogados por el clamor de las peñas y de todo el tendido: «¡San Fermín, san Fermín!». Se nos hizo un nudo en la garganta. ¡Qué emoción!
Plaza de Pamplona
Segunda corrida de San Fermín (domingo). Cuatro toros de Salvador Guardiola Fantoni, y primero y quinto de Guardiola Domínguez, todos espléndidos de trapío, con fuerza, casta, bravos y nobles. José Antonio Campuzano: silencio en los dos. Currillo: pitos y oreja. José Luis Palomar: protestas y aplausos.
Y salió el toro. El toro era un ejemplar espléndido, armonioso de estampa, musculoso, muy bien armado, serio y, además, bravo y noble. Toda la corrida constituyó un lujo, porque reunía las más puras características del toro de lidia. Los aficionados de cualquier lugar, sobre todo los de Madrid, habrían disfrutado con estos guardiolas. El segundo derribó una vez con estrépito, desmontó otra, recibió cinco varas tremendas y aún se fue arriba en banderillas. El sexto tomó un puyazo impresionante. Por dos veces sacó al caballo a los medios, crecido, fijo, metiendo los riñones; luego lo estrelló contra las tablas y allí soportó un castigo salvaje, con el hierro clavado atrás. Varios minutos duró esa vara, y de repente el guardiola se soltó para irse a otro terreno. Esta es la actitud típica que descalifica a un toro, pero sostengo que en estos casos a lo mejor no hay falta de bravura, sino desánimo. El toro que empuja y empuja con fijeza y entrega absoluta a un caballo recostado en tablas mientras el picador le hace una carnicería, es lógico que deje de embestir cuando comprueba qué, a pesar de su pelea a tope, no puede de ninguna manera mover aquella mole. Es absurdo pretender que sólo sea bravo el toro que embiste a una muralla por tiempo ilimitado.
Ese toro, que aún recibió dos puyazos más, resultó extraordinario para la muleta, y también lo fueron primero, segundo y quinto, lo cual no sirvió para que los espadas hicieran faenas buenas. Antes al contrario, las hicieron malas, ratoneras y sin clase. Campuzano estuvo compuestito y bajó la mano en el natural, pero ni templaba ni llegó a acoplarse. Currillo y Palomar dieron docenas de pases despegados y a tirones. Ya se puede imaginar que en los otros toros, que tenían problemas, aún estuvieron peor.
Las mencionadas carencias artísticas pudieron producir una tarde aburrida, pero no hubo caso porque, a poco de empezar el festejo apareció -¿quién diréis?- ¡ Superman en persona! Lo hizo en el tendido de sol, emergiendo entre las peñas; sobre una barandilla, en jarras y sacando pecho, que es lo suyo. Era un Superman bajito, moreno, con negros bigotazos y fumando un puro, más Superman al cabo, a quien sólo faltaba volar. La plaza entera, que se conmocionó al verlo allí, tan azul y rojo, tan propio y tan majo, lo pidió con ruidosa insistencia: «¡Que vuele, que vuele!» Y, ¡oh, prodigio!, voló. Extendía los brazos, hacía el ángel y se dejaba caer suavemente sobre los mozos, quienes, por cierto, con bastante menos suavidad se lo pasaban por encima unos a otros, y de tendido en tendido, entre risas, exclamaciones, aplausos y música., Una vez los mozos se apartaron y Superman se pegó una castaña contra el cemento, al que cayó de boca. Pero no pasó nada, ni siquiera perdió el puro, y volvió a navegar sobre las boinas.
Pero la corrida tenía que acabar, y acabó. Y volvieron las preocupaciones, pues en tal instante había empezado la tragedia del año pasad o. Sin embargo, la magia sanferminera, siempre al quite, inspiró a la autoridad gubernativa, a la Meca y a los mozos, que bordaron la estrategia de la paz: primero hubo otro minuto de silencio; luego irrumpieron en el ruedo las peñas de txiquis; unos mocosillos, que apenas levantarían dos cuartas del suelo, llevaban una pancartita que decía: «Calma»; volvió el grito de «¡ San Fermín!», ahora con más fuerza que nunca. El tendido y el ruedo se convirtieron entonces en escenario de una gran fiesta.
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