La negociación de los estatutos
EL PARTIDO del Gobierno ha hecho ya públicos sus «motivos de desacuerdo» con los estatutos vasco y catalán, cuya negociación y discusión van a ocupar el centro de la atención política de nuestro país durante los próximos meses y de cuyo buen fin depende, de manera decisiva, no sólo la pacificación de Euskadi, sino la definitiva estructuración de la España democrática como un Estado moderno y viable. Estamos, así pues, en el arranque mismo de un proceso al que todos los hombres de buena voluntad de este país deben contribuir con un redoblado esfuerzo para comprender las posiciones de los demás y con el firme propósito de sobreponer a sus intereses particulares y a sus prejuicios la lógica de la convivencia y de la paz.El estrechamiento de filas de UCD, buscado por el señor Suárez al convocar a los líderes de las diversas tendencias dentro de su partido a maratonianas reuniones en el palacio de la Moncloa, ha dado como resultado aparente un frente común en el tema de los estatutos. Sin embargo, continúan circulando rumores acerca de sustanciales discrepancias entre los partidarios de tirar de la cuerda de la negociación sin preocuparse de su eventual ruptura (y sin reparar en los elevados costos humanos y políticos que podrían derivarse de ese descalabro) y los defensores de posiciones más flexibles que agoten hasta el límite las posibilidades de acuerdo. Si esas discrepancias existen, sería bueno para todos conocer en detalle sus planteamientos, entre otras cosas, por lo que pudiera suponer de reserva para el futuro una posición más sensible a las razones históricas y políticas que al rigorismo jurídico.
En cualquier caso, parece conveniente recordar que los parlamentarios vascos y catalanes que han aprobado los estatutos de Guernica y de Sau han dado suficientes pruebas públicas de su «constitucionalismo» y su intención política de «vender» la idea del Estado de la Constitución del 78 a los sectores más reticentes de sus respectivas nacionalidades. No se trata, así pues, de ningún desafío o trágala, ni tampoco de una desesperada apuesta para forzar la situación o romper la baraja marcada. Detrás de las asambleas de parlamentarios vascos y catalanes hay una voluntad política de hacer compatible sus estatutos con el marco supralegal de la comunidad española. Poner en duda o mostrar reticencias al respecto, confundiendo la dimensión política de la negociación con las formas jurídicas que adopten sus resultados, es un flaco servicio a la discusión iniciada esta semana. Ante las reticencias, sospechas, desconfianzas y juicios de intención que llueven sobre los estatutos de Guernica y de Sau, conviene repetir hasta el cansancio que vascos y catalanes llegan al Congreso con la convicción de que los textos de sus proyectos encajan dentro del marco constitucional y con el propósito de demostrarlo si se les deja la oportunidad de hablar con serenidad y no se les cubre de improperios o se les acorrala con acusaciones tan fáciles de formular como difíciles de probar.
No sería nada positivo que el clima de negociación, que exige respeto a la buena fe del interlocutor y esfuerzos para colocarse en su lugar y tratar de comprenderlo, quedara envenenado desde el principio, y no faltan síntomas que permitan temerlo, por los prejuicios sobre las motivaciones ajenas y por la sordera psicológica que impide oír las opiniones que no se comparten. Nadie en su sano juicio sostiene que los estatutos de Guernica y de Sau tengan que ser aprobados por el Congreso y el Senado a pesar de su inconstitucionalidad. Pero sería simplemente intolerable que los defensores de una de las varias interpretaciones posibles acerca de la adecuación de los estatutos a la Constitución decidieran arrogarse el monopolio del patriotismo, del respeto a la norma fundamental y de la sabiduría jurídica. Eso significaría, realmente, reconocer al terrorismo verbal el valor de un dictamen. El Título VIII de la Constitución puede resultar lo suficientemente impreciso y laxo en su redacción y articulación como para que sean posibles varias lecturas distintas, e incluso contrapuestas, acerca de la adecuación a su letra y a su espíritu de los estatutos vasco y catalán. No se trata de una operación de hermenéutica asimilable a la deducción de conclusiones de un axioma, sino de una tarea interpretativa a propósito de puntos concretos que forzosamente debe descansar sobre compromisos políticos más generales nacidos de una negociación presidida por la buena fe, la voluntad de entenderse y el propósito de alcanzar resultados razonables.
La discusión de los estatutos vasco y catalán será una laboriosa negociación, política en sus términos más generales y jurídica en sus aspectos más concretos, para hacer compatibles la generalidad de la norma constitucional y la particularidad de las disposiciones que establezcan los regímenes de autonomía en ambos territorios.
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