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Tribuna:TEATRO
Tribuna
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Alfonso Paso no resucitó

Día de fiesta -Corpus- en Madrid. En el patio de butacas del teatro Valle-Inclán, unas cincuenta, sesenta personas; quizá haya treinta o cuarenta más en otros pisos. Es el público que queda para ver la resurrección de Alfonso Paso. Un grupo de actores, dice el programa, se propone llevar a cabo un ciclo de comedias de dicho autor, quizá el estreno de su obra póstuma -La última representación-, las reposiciones de El canto de la cigarra, Los pobrecitos, Mi querido profesor..

Aquí hay cien personas, en una tarde de flesta; edad media, cincuenta años. Algunos matrimonios, como entonces, se han vestido para ir al teatro. Hay una media de corbatas superior a la de cualquier espectáculo. Una larga familia de pueblo que ha venido a pasar el fin de semana. Son los que más se ríen. Tal vez su ámbito cultural lleve diez años de retraso, y ahora conectan con él. Oigo decir a alguien en el entreacto: «Esto para televisión estaría bien, pero para teatro se queda cortito.» Se acepta, ya que la televisión es un medio pequeño, reducido, para cualquier cosa; se mantiene el mito del teatro como portavoz de otros valores.

Y así pasa la representación de Cómo está el servicio, no mal interpretada, no mal puesta. Mientras, en otro teatro de Madrid -el Beatriz- agoniza velozmente otra obra de Paso: Los derechos de la mujer. Habrá que esperar que llegue, en julio, José Rubio con Enseñar a un sinvergüenza, que lleva 7.000 representaciones; el público no se cansa. Pero es, como se dice ahora, «un hecho sociológico». Como si todo el teatro no lo fuera, bueno o malo, pequeño o grande, con mucho o con poco público...

El teatro español es poco generoso con sus difuntos. No lo es ni siquiera con los vivos. El profesional, como ser concreto, y el teatro, como ente abstracto, mantienen siempre una lucha áspera y dramática. Aquél, por penetrar; el teatro, por defenderse. Cuando el autor está vivo, la lucha se mantiene. Cuando muere, se le olvida. Alfonso Paso fue uno de los pocos dictadores del teatro: llegó a dominarle. A la larga ganó el teatro. Aún vivo, apenas estrenaba. Quedaba lo más sórdido, lo más amargo y áspero de su mentalidad en algunos artículos; el poso insufrible de un viejo café que había sido aromático, nervioso. Paso quiso serlo todo: quiso ser, al mismo tiempo, revolucionario y burgués, innovador y conformista. Creía que la concesión al público era una fórmula. «Una vez hecha la primera comedia con concesiones», decía, «advertimos que nuestro fondo revolucionario ha ganado muchos puntos, porque hemos entrado en el terreno de la efectividad.» La fórmula venía de Lope de Vega y del halago al público necio. Alfonso Paso estaba fascinado por Lope de Vega; creía que en la historia del teatro que se escribiera en el futuro sería tratado como Lope de Vega. La verdad es que ni siquiera Lope de Vega pudo ser Lope de Vega.

Evolución teatral y política

Era, como una gran parte de autores, un esquizoide. La división de la personalidad le venía, muy claramente, del tirón que daba de él el teatro intelectual y revolucionario, y el de una especie de herencia genética y cultural de una familia de autores cómicos, que aumentó con el parentesco por vía conyugal con Enrique Jardiel Poncela. Compañero de colegio, de bachillerato y de Universidad de Alfonso Sastre, como hermano suyo en las primeras experiencias teatrales, fue luego su enemigo acérrimo, público y feroz. Sería curioso examinar la evolución teatral y política de Paso en comparación con la de Alfonso Sastre: en contraste continuo.

Hizo un teatro abundante, barroco, rebosante de personajes, de situaciones, de diálogo. Cayó sobre él la calumnia: se dijo que tenía negros, o que utilizaba los apuntes de su suegro, Jardiel: es uno de los medios que el personaje abstracto del teatro tiene para defenderse de quienes le quieren penetrar. Seguramente, todo era falso. Lo que era Alfonso Paso era un trabajador incontenible. Un día me explicó su sistema: escribía dos horas diarias, al volver a casa por la noche, o la madrugada. Podía venir de un estreno suyo fracasado o triunfante, de un drama sentimental, de un enamoramiento: en cualquier caso, se sentaba y escribía, durante dos horas. Y dos horas, decía, «dan mucho de sí».

Un monstruo de la comunicación

Del equilibrio que quería hacer, el del revolucionario y el del autor burgués con concesiones al público, ganó este último. Pero ganó destrozando al primero, y el primero era también Alfonso Paso. Quedó convertido en un monstruo de la comunicación. Desde el principio de la década de los cincuenta, hasta más de la mitad de la de los sesenta, el público de teatro y Alfonso Paso formaban una unidad. Luego se rompió. Alfonso Paso creía en el pacto con el público, y cumplió su parte del pacto. El público dejó de cumplirlo. No es un caso único. Es un fenómeno de posguerra: los autores han tenido una vida limitada, unos éxitos fulgurantes y un olvido casi inmediato. Entre todos ellos, Alfonso Paso fue el que más penetró, el mejor dispuesto -por la genética, por la vocación- para crear un teatro vivo, para dar a la comicidad rasgos humanos, para dar un contenido a las frases de ingenio. No pasó de ahí. Fue una moda, lo cual no quiere decir que para conocer la vida diaria en la posguerra española habrá que estudiar a Alfonso Paso, mucho más veraz y más documental que otros autores de su línea.

La resurrección no funciona por ahora. El rayo de la vida no acude fácilmente al laboratorio de Frankestein. Y si acudiera no sabríamos qué cosa podría levantarse de la camilla...

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