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Tribuna
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El último vaquero

Al final de Annie Hall, cuando Woody Allen intuye que ya todo está irremediablemente perdido y que la Keaton lo dejará por los aplausos y por California, el hombrecillo resume su película de amor seleccionando únicamente los buenos momentos de la historia, en un memorable y generoso flash-back que censura cualquier rasgo de la memoria adversa. Eso mismo me ocurre ahora con John Wayne: las escenas que recuerdo sólo tienen que ver con felices secuencias, planos y placeres de duelos heroicos, gestos y paisajes admirables de mi infancia, toda la antigua e irrepetible épica de aquel Hollywood soñado.Desde Boinas verdes, los incondicionales del vaquero nos vimos obligados a la clandestinidad porque los sociólogos a la violeta, en uno de sus geniales ramalazos, habían descubierto que la mayor parte de las películas de nuestro héroe reflejaban sus opiniones políticas, épicas y sociales: anticomunismo, nacionalismo, racismo, militarismo, imperialismo. Fueron épocas muy duras, porque nunca supimos, la verdad sea dicha, si el anatema ideológico contra Wayne se infería de pormenorizados análisis interdisciplinares de todas y cada una de sus películas o si ese reflejo sucedía por magia simpática: la presencia física de John Wayne en una producción bastaba y sobraba para conferir un carácter altamente reaccionario al guión, dirección, interpretación, distribución, exhibición y visión.

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Tiempos necios que aún soplan e informan y fundamentan el discurso maniqueo de cierta izquierda cerril y perezosa, más atenta a las impertinentes denuncias extratextuales que a los placeres e intríngulis textuales. Superstición dominante que se oficia cada dos por tres alrededor de la opaca teoría del reflejo, capaz de analogar a Borges con Videla, a Dalí con Franco, a Gonzalo de Berceo con los intereses materiales de la devoción mariana y a John Wayne con el Pentágono.

Pero mi flash-back de John Wayne no archiva tales groserías metodológicas. La principal rememoración son unos andares solitarios, sólo comparables, a los de Gary Cooper y Henry Fonda: cansinos, elegantes, ladeados, rítmicos, anunciadores del fatal desenlace, heroicos e inimitables, que lo mismo le servían para entrar en la taberna del irlandés en busca de bronca que para mantenerse firme a bordo del Batjac. Andares y cabalgares que indiferencian al sheriff Chance de Río Bravo, al ganadero Donson de Río Rojo, al marinero Olsen de Hombres intrépidos y al boxeador Sean de El hombre tranquilo: los que edificaron la gran epopeya del polvo, que diría Cabrera Infante.

Fue el último gran héroe del western, y de ahí le vienen al vaquero todos los sambenitos y todos los fervores. Porque John Wayne utilizó el Winchester 73 contra los comanches y el Colt 45 contra los forajidos, resistió en El A lamo, protegió la diligencia fantástica, peleó en las calles desiertas y ventoleras de Río Bravo, alguacil de mil poblados, admiró a Toro Sentado antes del combate, escuchó varias veces el degüello, sofocó salvajes estampidas, capitaneó el Séptimo de Caballería, defendió Ford Apache, persiguió a Liberty Valance, besó a Angie Dickinson con la misma ironía que Bogart a Bacall en Tener y no tener, y se emborrachó perdidamente por el amor de Maureen O'Hara.

Dicen los eruditos que John Wayne era la perfecta encarnación del carácter americano. Decimos los mitificadores empedernidos que todo sucedió al revés de como nos lo suelen contar: que de nuevo la ficción le ganó la partida a la realidad y que gracias a esa espléndida falacia narrativa llamada western, paradigmáticamente resumida por Wayne, el carácter de América del Norte empezó a perfilarse.

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