Un paso hacia la unión política de Europa
Presidente del Parlamento Europeo
La idea de elegir el Parlamento Europeo por sufragio universal se remonta a los inicios mismos de la Comunidad, a la firma de los tratados fundacionales. Para convertirlo en una realidad ha sido necesario un cuarto de siglo, lo cual ilustra la dificultad esencial de la creación de una estructura auténtica supranacional o sustraída a la lógica de las relaciones intergubernamentales. Después de las elecciones, el Parlamento Europeo será, en realidad, la única institución comunitaria dotada de un mandato popular directo; las otras instituciones principales, Comisión y Consejo, continuarán a representar en el proceso de integración la voluntad más (Comisión) o menos inmediata (Consejo) de los Estados, en una relación que, si no es copia textual de las reglas de la diplomacia tradicional, tampoco puede considerarse como verdaderamente supranacional. Esta diferencia fundamental del carácter del Parlamento planta en el proceso evolutivo de la Comunidad las semillas de la unión política, sin más. Lo cual explica su retraso por su motivación de fondo.
La idea de un Parlamento directamente elegido por los ciudadanos -y no sólo formado por los delegados de los Parlamentos nacionales- ha tenido siempre el apoyo de la población, nunca faltó la presión democrática para llegar a estas elecciones. Esta ha sido una de las fuerzas que gradualmente han eliminado las resistencias iniciales de los Estados, aunque por sí sola no habría bastado. El catalizador, en esta reacción química que ha durado un cuarto de siglo, ha sido el peso mínimo de «la realidad del logro comunitario».
En la medida en que las competencias de la Comunidad han aumentado con los años más allá de la esfera de los tratados; la existencia de un vacío fue cada vez más evidente, haciéndose más dificil ejercer una influencia a priori o un control a posteriori de las iniciativas decididas por el Consejo de Ministros. Vacío que tiene su origen en el hecho que -por la lógica misma de la integración económica europea- los Parlamentos nacionales han tenido que renunciar de hecho a numerosas prerrogativas.
Es cierto que el Parlamento Europeo ha sabido ya afirmar su función de conciencia democrática de la Comunidad, usando sin complejos de inferioridad los poderes de que dispone. En primer lugar, su poder de definición del presupuesto comunitarlo. Desde 1975, con la creación del «procedimiento de concentración» entre Parlamento, Consejo y Comisión, la exigencia de esta codecisión -siempre reivindicada por el Parlamento- ha comenzado a concretarse.
El proceso de integración ha llegado, sin embargo, a un punto tal que es necesario inyectar de nuevo en circulación el estímulo democrático de nuestros pueblos, a través de las grandes fuerzas políticas tradicionales. La perspectiva de una ampliación a los tres países mediterráneos no comporta sólo temas de orden económico, sino que postula también un equilibrio diferente total de la Comunidad en sus componentes geográficos. La reforma de la política agrícola común no puede llegar a una solución sin la contribución de un debate democrático europeo. La política regional comunitaria no llegará a su dimensión macro económica, que se impone si queremos lograr un trasvase efectivo de recursos capaz de reequilibrar el norte y el sur de Europa, si su alcance financiero continúa dependiendo de los Gobiernos. Podríamos continuar con la lista de problemas. En realidad, debemos decidir, por el momento, cómo construir la Europa de la democracia, de la libertad, de la justicia social. Para ello hace falta que cada ciudadano europeo exprese su voz y voto.
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