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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Fin del liberalismo canadiense

LA ERA liberal -dieciséis años- ha terminado en Canadá. Joa Clark, conservador, ha llevado a sus ministros a juramento ante el gobernador -representante de la reina: una simple escenografía-, y comienza un Gobierno intrépido y difícil, apoyado sólo sobre 135 diputados en una Cámara -los Comunes- de 282; o sea, a siete escaños de distancia de la mayoría absoluta (142). Aunque se sumaran los seis diputados del Crédito Social -extrema derecha- no la alcanzaría. Tampoco llegaría a ella la izquierda, aun en el caso, no fácil, de que los 115 diputados liberales de Trudeau encontraran apoyo en los neodemócratas -veintiséis-, que prefieren mantener una política propia.Clark tendrá que ir gobernando precariamente, con la esperanza de disolver el Parlamento más adelante y convocar unas nuevas elecciones anticipadas en las que se refuerce su mayoría. Pero «ir gobernando» no es fácil en Canadá, donde hay problemas acuciantes, y sobre todo el del independentismo de Quebec, la provincia federal francófona, que a partir del resultado de las elecciones generales se siente más aislada de la Federación. Su primer ministro, Levésque, del Parti Quebecois -los «péquistes»-, ha propuesto ya un referéndum en el que la población decidiera una fórmula inicial para la independencia: la de «Estado asociado».

En principio, Joa Clark ha anunciado, al formar el nuevo Gobierno, que no va a convocar los Comunes hasta dentro de unos tres meses. Mientras, va a gobernar «como si tuviera la mayoría absoluta», según su propia frase. A partir del momento en que el Parlamento se reúna tendrá que enfrentarse con Trudeau, que se manifiesta lleno de entusiasmo para desempeñar su papel de jefe de la oposición.

Tiene brío -aunque en realidad no tenga diputados suficientes- para hacerlo. Porque en realidad lo que termina en Canadá no es tanto la era liberal como la «era Trudeau», que ha durado once años -los cinco anteriores, de Gobierno también liberal, estuvieron dirigidos por Lester Pearson-. Trudeau llegó al poder un abril de 1968 como un «joven kennedyano» -era la moda-, de génética enfática y charlatana -hijo de escocés y franco-canadiense-, sin desgastar casi por la política -sólo llevaba tres años de diputado y uno de ministro de Justicia- y dio carácter personal a la aburrida política. La llenó de anécdotas sentimentales, un punto eróticas, y de una brillantez de respuestas y de intervenciones.

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La llenó también de burócratas, funcionarios y altos cargos de su partido y de su línea. Es una forma conocida de sostener el poder. Es también un drama nacional cuando cambia el Gobierno: durante estos tres meses sin Parlamento, pero con el Gobierno instalado ya, su sucesor, Clark, va a realizar una depuración a gran escala. Ya están cayendo los primeros ceses. Y ya se está instaurando un modo -un estilo- más severo de gobernar.

Aparte de las importantes modificaciones de la política interior y del problema de Quebec, la aparición de Clark tiene una importancia considerable en las reuniones europeas, donde, sobre todo a partir de la de Helsinki, se admite a Canadá y, en algunas de carácter económico, a Japón. Su primera aparición personal está prevista para la conferencia de los siete países de mayor potencia económica mundial, los días 28 y 29 de este mes en Tokio: Clark y Margaret Thatcher son los nuevos refuerzos conservadores en esta reunión, en sustitución de un laborista y un liberal. Y este es un ejemplo de cómo las elecciones nacionales influyen en el conjunto mundial y cómo la inclinación a la derecha (marcada también por Andreotti, que aparece como el vencedor de los comunistas en Italia) está modificando toda la textura de las grandes decisiones internacionales.

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