El Papa regresa a su archidiócesis de Cracovia
Juan Pablo II llegó anoche a su Cracovia como un triunfador. Fue aclamado por más de un millón de personas como un emperador, un rey o casi un dios. A pesar del tiempo, con lluvia y viento, la ciudad se volcó a la calle y se subió hasta los tejados, y desde las ventanas no se veían más que racimos de cabezas. Los puestos en balcones y ventanas habían sido vendidos a precio de dólares.
La parte de la ciudad por donde no iba a pasar Wojtyla estaba materialmente vacía, sobre todo porque la televisión no obtuvo el permiso para transmitir el triunfo del Papa, hijo de esta ciudad, al bajar del helicóptero que lo traía cansado, pero satisfecho de las jornadas intensas en el santuario de Jasna Gora, de Czestochowa. Saludó a sus antiguos feligreses con estas palabras: «Mi corazón no ha cesado de estar unido a vosotros, a esta ciudad con este patrimonio, a esta Roma polaca.» Y añadió mientras la gente aplaudía sin pudor y él no escondía su felicidad:« En esta tierra he nacido, aquí en Cracovia he pasado la mayor parte de mi vida, aquí obtuve la gracia de la vocación sacerdotal, hoy saludo a esta mi amada Cracovia como peregrino. Saludo todo lo que la forma: el testimonio de la historia, la tradición de los reyes, el patrimonio de la cultura y de la ciencia y al mismo tiempo la moderna metrópolis.» Terminó diciendo: «Deseo en estos pocos días que estaré con vosotros hacer las mismas cosas que siempre he hecho aquí, anunciar las grandes obras de Dios, testimoniar el Evangelio y servir la dignidad del hombre como la sirvió San Estanislao hace tantos siglos.»
El Papa se acercaba a su catedral para rezar por vez primera como Papa donde había rezado como universitario, como sacerdote, como obispo y como cardenal: mientras cruzaba en coche descubierto toda la ciudad era un aplauso continuo.
No hubo barreras al entusiasmo, que no se podía controlar ni encerrar en barricadas a una ciudad que se echó a la calle desde las primeras horas de la tarde. Sólo a los fotógrafos los mantuvieron a cien metros de distancia. Aquí en Polonia en el corazón del bloque soviético, se vivieron ayer escenas que parecían mexicanas.
Clamor obrero
Antes de llegar a Cracovia había celebrado la última misa en el santuario de Jasna Gora en Czestochowa ante casi medio millón de mineros de la región de la alta Silesia, que significa precisamente «carbón». Se trata de una región que fue duramente probada en su historia, ya que había sufrido las dominaciones de Prusia y Alemania, habiendo combatido siempre heroicamente por su independencia. Muchos de sus habitantes acabaron en los hornos de los campos de concentración. Estos mineros de manos duras y la cara quemada por el cansancio dedicaron los aplausos más recios que jamás haya recibido un Papa católico. Fue un espectáculo dificil de explicarse en nuestra latitudes. Aquí los mineros aplaudían y cantaban y gritaban diciendo: «Viva el Papa», no cuando hablaba de los problemas del trabajo o de su dignidad, sino cuando decía, por ejemplo: «No os dejéis encantar de todo lo que os pueda quitar a Dios o alejar de la oración». El Papa tuvo que decir «basta» a aquella riada de entusiasmo delirante. Pero lo mismo se repitió cuando les recordó las palabras de Jesús de Nazaret: «No sólo de pan vive el hombre». Y muchos se enjugaban las lágrimas de emoción cuando el Papa llamó hasta el altar al obispo de aquellos obreros y le regaló la estola roja traída de Roma y con la cual había celebrado la misa. No cabe duda que aquí no existe el problema de la separación entre la Iglesia y la clase obrera.Este encuentro con los mineros de Silesia fue muy importante, porque ha sido el único contacto con los obreros que se le ha permitido a Wojtyla, a quien le hubiese gustado meterse en las fábricas.
El Papa dijo a los mineros: «No caigáis en la tentación de pensar que el hombre se pueda encontrar a sí mismo renegando de Dios, o haciéndose la ilusión de que puedan llenar el corazón los solos productos del trabajo»; y añadió: «El hombre se puede encontrar a sí mismo sólo siendo semejante a Dios.»
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