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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El laberinto del teatro en España

LA RUPTURA en la continuidad del Centro Dramático, tras la dimisión de su director, acentúa la sensación de perplejidad en que se encuentra toda la profesión teatral después de la sustitución de un director general por otro sin ninguna necesidad aparente que lo justificase y sin que el recién llegado haya emitido todavía -y ya es tarde- ninguna especie de programa. Parece que está en la línea del partido que le nombra y que gobierna: no programar, no enunciar, no comprometerse, en suma, dejar abierta la posibilidad de lo arbitrario.La dimisión del director del Centro Dramático se basa en la falta de promulgación de un estatuto del Centro -ya redactado, ya pactado entre la Administración y el grupo de profesionales que iniciaron el trabajo del Centro-, con lo cual no existe una norma de libertad para crear una programación y mantenerla; no hay una garantía contra las presiones o contra las formas abiertas o cerradas de censura posible. Esta falta de normativa atañe también a las razones, formas y cantidades de las subvenciones -o ayudas, o cualquier eufemismo que se quiera emplear- a las compañías privadas.

Nadie sabe en estos momentos lo que puede o no puede esperar. Quienes llegan al contacto con la dirección se encuentran con un lenguaje lábil, inconcluyente, que les deja con una perplejidad parecida a la que tenían cuando entraron. Otros tienen que escuchar por vía de rumores o confidencias la razón de su desgracia: así la compañía de El Búho, comprometida en un serio esfuerzo económico, por la posibilidad de que la obra que representan sea antimonárquica -«De San Pascual a San Gil» refleja la corte de Isabel II, con el Padre Ciaret y Sor Patrocinio-; la misma vía oscura hace decir que el Centro Dramático no programará «La velada en Benicarló», de Manuel Azaña, por republicana, como si las crónicas de fragmentos de nuestra historia estuvieran relacionadas, por el camino de la paranoia, con el presente español. A falta de definiciones o de aclaraciones, no queda otro remedio que dar por buenos estos rumores.

A estas indecisiones de la rama gubernamental se unen las de la municipal. Nadie sabe qué va a ser del Teatro Español, que estará disponible a principios de septiembre: para que comenzase su temporada. debía estar ya formada su compañía, estudiada su programación y comenzados los ensayos. Parece que el Ministerio de Cultura trata de mostrar su derecho a programarlo, en razón de que contribuyó fuertemente a los gastos de reparación de un incendio que se produjo cuando lo estaba usufructuando. No parece argumento suficiente para privar a la villa de Madrid del uso propio y a su gusto del local que la pertenece. Pero el alcalde no da muestras. hasta ahora, de querer recuperar lo que es de sus administrados, en la hipótesis de que sostener abierto ese teatro es caro. Más caro puede costar entregarlo a un control gubernamental, que ya se va viendo qué viejo aire de mediatización va tomando.

Tampoco nos aclara nada el Ayuntamiento respecto al Centro Cultural: parece que va a seguir rellenándolo de remiendos y chapuzas como hasta ahora. La altura cultural de los représentarítes del nuevo municipio no podían hacernos esperar este abandono de un fragmento cada vez más perdido de la cultura. Mientras, no termina de fallar el Premio Lope de Vega, que ha sobrepasado ya sus fechas obligatorias, y el Estado no llega nunca a estrenar los premios pendientes como era su obligación contractual con los premiados, los jurados y todos los concursantes.

Toda esta irresponsabilidad conjunta hace a estas alturas imposible de conjeturar el alcance de la temporada próxima, que debía estar ya preparada, en los teatros privados y en los oficiales y municipales. En una profesión atormentada por el paro, con un público que termina resolviendo su propio problema con la abstención, unos directores que aceptan cualquier trabajo por necesidad y unos autores que no saben si lo que van a escribir será aceptado -¡como antes!- por el ojo de consumero y la indefinición del funcionario designado de entre los afícionados de fuera de la profesión teatral; todo este cúmulo de inseguridades no hace más que reafirmar la idea de que el antiguo arte de hacer comedias, el eterno espejo de la sociedad, sigue siendo desdeñado, maltratado, burlado, herido. Hasta el punto de que empieza a cundir la desesperada creencia de que sólo la desaparición pura y simple de la Dirección General de Teatro y Espectáculos y el regreso al carromato y a la aventura podrían hacer empezar, de nuevo, la andadura teatral.

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