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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Las responsables frente al terrorismo

EL ARTIFICIAL intento de cargar sobre el Congreso, los partidos políticos del arco parlamentario y el ejercicio de las libertades el peso de los sangrientos y dramáticos acontecimientos que están sacudiendo la estabilidad de nuestro sistema político suscitaría asombro si no fuera explicable mediante otras claves. Para cualquier persona que analice la situación con la mirada clara y la inteligencia lúcida, resulta evidente que la indefensión ciudadana frente a la amenaza terrorista no nace de la pasividad o negligencia de los líderes de la oposición y de los legisladores, sino de la falta de eficacia de algunos de los servicios de inteligencia, que no han logrado, hasta ahora, descubrir las oscuras raíces de esta criminal conspiración contra los españoles. Y para nada empaña esta crítica el buen hacer de cientos de policías y la abnegada actuación de miles de miembros de las Fuerzas de Orden Público, cuyos compañeros pagan con su sangre la escalada del terrorismo. Son los políticos que asumen la dirección de sus actuaciones los que aún no han sabido dotar a los cuerpos de seguridad de la estrategia y mecanismos adecuados. Las responsabilidades, de esta forma, no incumben al poder legislativo, que carece de posibilidades de organizar, rectificar y encauzar los departamentos encargados de la defensa de la sociedad y del Estado, sino del poder ejecutivo, en cuyo ámbito de competencias está precisamente ese delicado engranaje. Por lo demás no se puede poner un policía detrás de cada ciudadano. Es fácil gritar contra el terrorismo, pero es difícil combatirlo, Y no se pueden cargar las culpas de manera indiscrimina a en este tema.La indignación de algunos órganos de opinión ante los comunicados de condena de los partidos y centrales sindicales debería reemplazar, para ser sincera, sus muestras de insatisfacción abstracta ante esas palabras motejadas de inútiles por sugerencias concretas de actuaciones alternativas. Las declaraciones contra los crímenes terroristas no son, al parecer, del agrado de líderes de la derecha y de sus columnistas adjuntos, que, sin embargo, no hacen otra cosa que expresar con verbo igualmente encendido sus condenas. ¿Desearían estos tránsfugas del autoritarismo disponer del monopolio del rechazo moral y político del cuádruple asesinato de la calle de Corazón de María y de la matanza de la calle de Goya? ¿O es que consideran que, sus palabras son más veraces, representativas o eficaces que las que pronuncian líderes votados por millones de españoles o seguidos por cientos de miles de afiliados sindicales? Si frente a la barbarie terrorista las frases son ociosas, callémonos todos. Pero sería pornográfico pretender que la voz individual de los que fueron mudos testigos de la activa conculcación de los derechos hurpanos en el pasado tuviera derecho a sonar en solitario, mientras que se obligara a guardar silencio a aquellos que, precisamente por haber sufrido persecución y cárcel en ese mismo período, tienen sobrada autoridad moral para calificar de criminales a quienes disfrazan con móviles políticos sus asesinatos. Tal vez los antiguos jerarcas sindicales y del Movimiento, que se rasgan las vestiduras y protestan por el hecho de que los líderes de la oposición, que suman cientos de años de prisión sobre sus espaldas, condenen a los terroristas, piensan que la memoria colectiva es tan frágil y olvidadiza como la suya. Se equivocan. La condena de esos brutales atentados por hombres como Ramón Rubial, Simón Sánchez Montero, Jordi Pujol o Joseba Elósegui tienen mucho más valor que la que expresan quienes estaban al lado del poder, y no siempre por ideales, cuando aquéllos sufrían represión política.

Las palabras de rechazo del terrorismo no sirven, evidentemente, más que para respaldar la acción de legisladores y gobernantes. Pero quienes muestran su irritada insatisfacción frente a las declaraciones de los partidos y de las centrales también se ensañan con los parlamentaríos, responsables, al parecer, de que los activistas de ETA y de los GRAPO sigan campando por sus respetos. De esta forma, el debate en el Congreso sobre la seguridad ciudadana es presentado casi como una concausa de los crímenes que enlutaron Madrid el pasado fin de semana. ¿Con qué argumentos, desde qué autoridad moral y con qué propósitos políticos se puede propalar esa demagógica infamia? Los diputados discutieron, desde posiciones políticas a las que respaldan millones de ciudadanos, los problemas del orden público y de la paz en nuestras calles. Y sus opiniones se movieron en el terreno que delimita, por un lado, la Constitución, norma fundamental a la que todos los ciudadanos deben acatamiento, y por otro, la necesidad de combatir eficazmente La delincuencia común y el terrorismo político. Un sector minoritario de los diputados consideró, a nuestro juicio con razón, que el decreto-ley de 26 de enero es inconstitucional y que los servicios de seguridad no necesitan de las atribuciones que esa norma les concede para llevar adelante con éxito sus pesquisas. Pero esa discusión resulta ociosa, porque ese debatido decreto-ley, que no ha sido derogado y sigue vigente, ha estado a disposición de los servicios de seguridad durante los últimos meses sin que su aplicación haya mejorado la eficacia de las actuaciones policiales.

¿Qué más se pide, entonces, a los diputados? ¿Tal vez que consideren a la Constitución un papel mojado? Aunque la tonta ligereza que afirma que España es una democracia sin demócratas empieza a tener cierto éxito, conviene advertir, desde ahora, que una gran parte del país, seguramente respaldada por una holgada mayoría en las Cortes, se toma la Constitución bastante más en serio que esos profesionales del cinismo, acostumbrados a definir al Estado como ejercicio desnudo del poder, y al Derecho como la hoja de parra para cubrir sus vergüenzas. La lucha contra la ofensiva terrorista, de orígenes bastante más inciertos que la filiación ideológica de sus ejecutores materiales, no debe servir de pretexto para exigir que no sea aplicada en la práctica una Constitución que los españoles hemos aprobado en un referéndum popular. Quienes deseen su abolición, que lo pidan francamente y que no comercien con la sangre de los muertos.

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Es falso que los partidos políticos y las centrales sindicales no contribuyan, con sus condenas y movilizaciones, al combate contra la violencia terrorista. Y es falso también que los diputados sean responsables de los fracasos del poder ejecutivo en ese combate. Los legisladores tienen como límite el techo de una Constitución que a todos nos obliga. No pueden, a su capricho, modificar ese marco supralegal ni aprobar normas que lo violen. Al Gobierno le corresponde tomar las decisiones políticas que socaven los apoyos sociales de los que todavía se beneficia el terrorismo de ETA y adoptar, ya en el terreno específicamente policial, las medidas que den agilidad, eficacia y contundencia a la desarticulación de los grupos terroristas, al desmantelamiento de sus organizaciones de apoyo y a la protección de los ciudadanos. El Gobierno tiene que responder de sus propios errores, debilidades y fracasos, y nadie debería transferir las culpas del poder ejecutivo a las Cortes. A menos, claro está, que su punto de mira no sea ni el terrorismo ni el Gobierno, sino la Constitución y el sistema de libertades de la Monarquía parlamentaria.

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