Adelantados de la modernidad
Vaya por delante lo que es justo. A estas alturas del curso, y dada la temporada que, salvadas las excepciones honrosas, hemos venido padeciendo, pocas eran ya las esperanzas que uno guardaba de ver aquella entelequia, perteneciente las más de las veces al reinado de la utopía, y que se llama pintura de la buena. Ya fue una amable sorpresa la exposición de Naturalezas muertas de maestros del siglo XX, en la Fundación March. Cualquier reincidencia en este tipo de iniciativas superaría con creces las expectativas del más iluso de los optimistas. Pese a todo, el Banco de Bilbao se ha descolgado con una muestra de pintura española que viene a poner un broche de oro que acaba de disipar la resaca con que amenazaba pillarnos el verano. Obras como Peñas de Durango o Las redes, de Regoyos; el Bodegón de Sevilla, de Iturrino; el Desnudo de la italiana, de Zuloaga; la Naturaleza muerta con Emile, de Juan de Echevarría, o La guerra, de Solana, son, entre otras, razones más que suficientes para justificar cualquier visita. Téngase, por lo demás, en cuenta que la mayoría de los cuadros expuestos pertenecen a colecciones privadas y son, por tanto, escasas las ocasiones de observarlos en vivo. Hasta aquí, los bien merecidos elogios. Cabe ahora el capítulo de los reparos, que nada restan a los méritos expuestos y pudieran ser, en parte, semejantes a los que en su día fueron señalados en estas páginas, para la exposición de la Fundación March. Cabría así lamentar algunas ausencias (Beruete, Riancho o Casas, por poner algún ejemplo), que parecen cuadrar con el criterio de selección seguido. La ausencia, aparentemente más espectacular, de Picasso podría no ser tal si aceptamos la crítica de Apollinaire al artículo de Margarita Nelken Las tres principales representaciones de la pintura española moderna. En éste quedaba excluido Picasso de una triada formada por Sorolla, Zuloaga y Chicharro. Tras la sorpresa inicial, Apollinaire acaba por conceder que quizá el quehacer picassiano esté mejor encuadrado en los márgenes de los problemas generales de la pintura moderna, que no en el marco de una pintura nacional. Otras ausencias, como las de Dalí o Miró, amén de poder ser medidas por el mismo rasero, chocan también con un criterio de selección que parece no querer adelantar más allá de la experiencia cubista.Así las cosas, cabría una crítica más profunda al criterio con el que parece ordenarse esta exposición. Vayan, sin embargo, por delante dos causas de descargo. En primer lugar, tenemos, según se nos confiesa en el prólogo del catálogo, que no se ha pretendido una antología exhaustiva que describiera el mapa de la modernidad patria, sino una ejemplificación «representativa de la obra pictórica» de diversos maestros que cabría incluir dentro de dicho mapa. Por otra parte, nuestras objeciones no serán sino la constatación de que aquí se arrastra un vicio inherente a lo que, generalmente, nuestra historia artística recoge dentro de ese primer período de modernidad o modernidad adelantada, como aquí se ha dado en llamarla. Describir el panorama que nos muestra la ruptura con las convenciones de una academia posromántica y el entronque con la carrera de las vanguardias que va a iniciarse con el impresionismo (teniendo en cuenta, además, lo que esta censura tiene de espejismo que enmascara un proceso más encadenado) no es, desde luego, tarea fácil. Continua mente tropezamos con adhesiones incondicionales que encierran más de un despropósito, frente a prejuicios y condenas por academicismo irredento no menos irracionales. Si hoy, un criterio inquisitorial en base a un purismo vanguardista empieza a carecer de sentido, item más en el caso de muchas de las figuras que a menudo presentan una especial ambigüedad. En este terreno dos casos nos parecen particularmente ejemplares: Sorolla y Zuloaga, que sabrán gozar, además, del mayor éxito mundano. Se marca aquí el paso del centro de atención tradicional en la Roma de los pensionados al París de la bohemia. Sorolla se formará aún en Italia, pero sabrá bañar con un barniz modernizante lo que fundamentalmente es continuación del plenairismo tradicional. Zuloaga, por su parte, elude ya Roma, entendiendo que los tiros van entonces por el París de 1890. Sin embargo, matizará cuanto aprenda con un prudente clasicismo hispano y conservará, a menudo, un efectismo pintoresco no menos ambiguo que el blasquismo de Sorolla. No en vano Regoyos, nuestro impresionista quizá más ortodoxo, tendrá irónicas palabras para ambos. Parecidas matizaciones habría que hacer respecto al cubismo en el caso de un Vázquez Díaz y, si nos apuran, de una María Blanchard. Nada quitamos con ello a los valores pictóricos que a cada uno les son debidos. Pero ¿por qué entenderlos indiscriminadamente como paladines adelantados de la modernidad, condenando al ostracismo a pintores como Rodríguez Acosta, que desde posturas, en principio, más académicas se relacionarán también de forma parcial con los nuevos lenguajes pictóricos? Y eso sin mencionar la recalcitrante incomprensión de un Romero de Torres. La historia es preciso escribirla con todos, entendiendo a cada cual en su lugar y en su valor.
Adelantados de la modernidad
Banco de Bilbao. AIcalá, 16.
Babelia
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