Una nueva visión de Lope de Aguirre
De vez en vez, la historia española nos presenta personajes que trascienden su estricta significación y adquieren dimensiones rayanas en el símbolo, la leyenda e, incluso, el mito. Son figuras controvertidas, propiciadoras de adhesión o repulsa, motivo de conmiseraciones y desprecios, de alabanzas y enojos, además de auspiciar sutiles lucubraciones o densos ensayos interpretativos. A veces se llaman Macías, Torres Villarroel, Andrés Pérez, o cura Merino; otras, José Somoza, N. «Philoaletheias», Blanco White, y hasta Federico o Hernández. También Lope de Aguirre. Son los visionarios, los heterodoxos, los transgresores. Quizá gran parte de esa fascinación que provocan -a favor o en contra- venga al amparo de su empeño soliviantador de modelos establecidos de comportamiento. Quizá el mayor atractivo sea el de subvertir esquemas, el adentrarse y peregrinar por lo prohibido: la voluntad crítica, la inadaptación y la inconformidad. Y tal vez, en el fondo -aunque no lo reconozcamos-, nos asombre de ellos esa osadía, ese afán por llevar a cabo algo de lo que nosotros no somos capaces; como quien se observa en el espejo, comprueba su miserabilidad y persiste en ella, reservando para el sueño otra imagen -la suya propia- dignificada.Las peripecias hispanas en la conquista del Nuevo Mundo fue especial terreno para la aparición de estos personajes. Lope de Aguirre es uno de ellos. Ahora vuelve a nosotros traído por el venezolano Miguel Otero Silva. No hace mucho, Ramón J. Sender noveló las aventuras equinocciales de este insólito insurrecto; hace menos lo hizo Abel Posse, y, antes que Posse, cobró vida en los fotogramas -Aguirre, la cólera de Dios- de W. Herzog. Pero hay más: el propio Otero Silva nos informa -pesquisas documentales de novelista- de 188 antecesores que se han ocupado de Lope de Aguirre. Y, semilla de esos centenares de volúmenes, ahí están las propias memorias del protagonista de tanta letra impresa. Que Lope de Aguirre -el hombre que desafió a su rey, el hombre de la divisa «César o nihil»- cuente con tamaña bibliografía sólo prueba una cosa: su inacabable poder de fascinación.
Lope de Aguirre, Príncipe de la Libertad
Miguel Otero Silva. Seix Barral. Biblioteca Breve. Barcelona, 1979
«Lo que sí desea el novelista poner de relieve -escribe Otero Silva- es la implacable inquina con que casi la totalidad de esos escritores consultados han tratado en sus páginas al caudillo marañón.» Y nos brinda un florilegio de enjuiciamientos: «tirano tan cruel como jamás este mundo vio», «no era ente humano, sino agente del infierno», «jaguaresco, neurótico, blasfemo, ateo, cruel, desenfrenado», «era el más mal hombre que de Judas acá hubo».... etcétera, no abundemos más en ello. Sólo aclarar una cosa: el veredicto sobre la realidad, sobre las acciones de Lope de Aguirre, délo la historia; nosotros analicemos esta última creación literaria que su persona -y su leyenda- ha suscitado.
El motivo constructor de la novela de Otero Silva es la consideración de Lope de Aguirre como un príncipe de la libertad, como la figura predecesora y profética que anuncia el independentismo autóctono americano, el advenimiento de los «libertadores» amerindios. Fue precisamente Simón Bolívar El Libertador, quien -y Otero Silva. se encarga de recordárnoslo- calificó la carta de rebeldía, de desnaturalización de España, firmada por Aguirre y sus marañones en la selva amazónica, y dirigida a Felipe II, como «el acta primera de la independencia americana». Incluso intentó Bolívar -septiembre de 1821- que se reprodujera en El Correo Nacional de Maracaibo la famosa carta de 1561. (Al final, los prejuicios de Mariano Talavera, director entonces del periódico, frustraron el deseo de Bolivar.)
Desde esa premisa de interpretar a Lope de Aguirre como libertador, Otero Silva estructura su novela en tres apartados -Lope de Aguirre el soldado, el traidor, y el peregrino- que reconstruyen la infancia, madurez y enrolamiento de Aguirre, su rebelión amazónica, y su muerte en Barquisimeto. La escritura oscila desde el relato objetivo, el monólogo, o la narración en segunda persona, hasta el diálogo teatral, la crónica histórica, o la inclusión de cartas. Una variedad técnica que provoca la fluidez, el discurrir ágil de la anécdota sin altibajos en el discurso. Hay también bellos y atinados momentos eróticos y una alucinada violencia poética cargada de exotismo. Con la intención de recrear el ámbito amazónico y el clímax de la época pasada, Otero Silva emplea un lenguaje exuberante, preciosista en cierto modo y deliberadamente arcaizante.
En ese mundo de aventuras, de sangre y transgresión -mundo que al mismo tiempo es una reflexión sobre el ser de la colectividad americana-, el personaje de Lope de Aguirre está tratado con un cierto determinismo y, de alguna manera, ello se resuelve en una suerte de distanciamiento. Lope de Aguirre, más que una alegoría de la libertad, se nos convierte en un ser frío, mecánico, demasiado ocupado en ser más fiel a su propia historia que en vivirla. Todo lo contrario ocurre, por ejemplo, con Inés de Atienza, Pedro de Ursúa o Antón Llamoso, personajes espléndidamente logrados. Creo que este es un obligado reproche que habría que hacerle a Otero Silva: su quizá excesivo afán por mantenerse apegado a la documentación; un afán manifiesto en la acumulación de nombres que compartieron, sí, las andanzas de Aguirre, pero que en la novela apenas pasan de ser eso: meros nombres. Ese era el riesgo. Un riesgo que habrán de afrontar quienes sigan sintiéndose cautivados por ese visionario, alucinado, heterodoxo, legendario y mítico, Lope de Aguirre. Alguien que nuevamente nos ha visitado. Un nombre que trasciende su misma historia.
Babelia
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