El debate el energético
EL DEBATE energético que se celebra hoy en el Congreso de los Diputados prolongará el Pleno que la semana pasada se ocupó de la situación general de nuestra economía. La tendencia al alza de los precios de los crudos en el mercado internacional y la eventual escasez de los suministros son variables de segura repercusión en nuestra coyuntura. De otro lado, hay cierta curiosidad por comprobar si el ministro de Industria consigue, en su alternativa parlamentaria, mejorar la deslucida actuación del ministro de Economía hace siete días.La sesión del Pleno estará además animada, desde su comienzo, por la puja entre los diversos grupos de presión, que, movidos por intereses económicos, objetivos políticos o metas ideológicas, tratarán de hacer oír su voz, a través de los parlamentarios, en la discusión. Los defensores de las centrales nucleares tienen en su contra la imperativa manera en que hasta ahora han impuesto sus criterios, mucho más cercana al trágala que a las razones, su errónea insistencia en la seguridad a prueba de bomba de esas instalaciones, desgraciadamente desmentida por el incidente de Harrisburg, y la desilusión que comienza a difundirse en las naciones desarrolladas sobre las consecuencias sociales del progreso tecnológico, hasta hace pocos años dogma común a los partidarios del liberalismo y del marxismo. Sin embargo, continúan teniendo en su haber argumentos, duros pero realistas, que se relacionan con el agotamiento de las reservas energéticas tradicionales, la debilidad de las alternativas rivales y el presunto deseo de la población mundial de conservar o de alcanzar los beneficios de la sociedad industrial.
Frente a los partidarios, entusiastas o resignados, de las centrales nucleares, el movimiento ecologista empieza a conseguir una notable repercusión popular. No lo alimentan exclusivamente exaltados románticos que piensan que cualquier tiempo pasado fue mejor o pacíficos amantes de la naturaleza. El llamado «marxismo ecológico» de Harich, del que el profesor Sacristán es en nuestro país un activo propagador, y los defensores de fuentes alternativas de energía más baratas y menos peligrosas tienen cosas que decir no tan elementales y simplistas como las que predican algunos fervorosos seguidores de la moda ecologista.
Parece, así pues, que se necesitaría algo más de sensatez y mucha menos pasión en el planteamiento y desenvolvimiento de un verdadero debate, que no puede ser sólo parlamentario y que tiene que implicar a la sociedad entera, sobre nuestro futuro, energético. Hoy, en el Congreso, probablemente coincidirán en la urgencia y conveniencia de un Plan Energético, por supuesto con mayúsculas, los nostálgicos de la comisaría del señor López-Rodó y los profetas de las grandes metas quinquenales. Ahora bien, sería para darse con un canto en los dientes si el Gobierno y las Cortes simplemente convergieran en el objetivo mucho más modesto de un programa, con minúsculas, sensato y firme, de diversificación de nuestras fuentes energéticas y de conservación de su con sumo.
Incluso los más convencidos ecologistas saben que ni la fusión del átomo ni la energía solar son posibles a plazo medio. Por lo demás, los partidarios de la energía solar tienen la obligación de responder, seriamente y sin demagogia, a las afirmaciones de sus críticos, que insisten en los elevadísimos costes de esa fuente energética y en la catástrofe ecológica que supondría una desertización del territorio circundante por su aplicación a gran escala. El petróleo, el gran maná de las últimas décadas, no es un recurso inmortal. Algunas estimaciones señalan que la explotación de todas las reservas actualmente conocidas sólo duraría medio siglo si la producción de energía creciera a un 3% anual. El espectáculo de los automovilistas californianos abriéndose paso a puñetazos en las colas ante los surtidores, los agobios de los usuarios de Dublín o las restricciones a la circulación durante los fines de semana en Grecia constituyen seguramente anticipos de nuestro propio futuro. En Estados Unidos, Alemania y Japón se exige ya que los nuevos prototipos de automóvil dispongan de carburadores que garanticen un, menor consumo. Y Dinamarca, que depende en un 90% del petróleo, ha comenzado la acelerada construcción de centrales térmicas.
En nuestro país, el carbón fue prácticamente abandonado como fuente de energía en las épocas del petróleo abundante y barato. No hay razones para no acometer la construcción de nuevas centrales térmicas. Nuestra industria está básicamente localizada en la periferia, y los carbones surafricanos, australianos, polacos, americanos y colombianos pueden llegar a nuestras costas a precios razonables. Parece que la contaminación producida por el carbón se puede eliminar con instalaciones no demasiado caras. El gas natural de Argelia está a un paso, y no tan lejos el de Oriente Medio.
La energía atómica es presentada en ocasiones como el «mesías salvador». Pero ni los reactores han demostrado ser lo razonablemente seguros que sus apologistas decían ni sus costes resultan ya tan claramente competitivos con el carbón y con el petróleo. Accidentes como el de Harrisburg no sólo desbaratan la ciega confianza en la inexistencia de riesgos de las centrales nucleares, sino que, al obligar a incrementar las medidas preventivas de accidentes, contribuyen a elevar considerablemente sus costes. Por otro lado, el arrogante menosprecio de la opinión pública llevó a imponer contra corriente emplazamientos tan impopulares como el de Lemóniz, auténtico callejón sin salida en que pugnan una tremenda inversión de decenas de miles de millones de pesetas y el rechazo agresivo de los habitantes de la zona. No conviene olvidar, por lo demás, que Lemóniz se ha convertido también, y quizá fundamentalmente, en un símbolo político y en una bandera de los sectores más radicales del nacionalismo vasco. Sólo si la pasión amainara sería posible debatir la seguridad de sus instalaciones y la conveniencia de finalizar su construcción. En términos puramente económicos, parece imperativo para nuestro país la conclusión de la mayoría o de todas las centrales nucleares en construcción en España, siempre que no existan posibilidades de riesgo. En caso contrario, las indemnizaciones a las sociedades hidroeléctricas constituirían un enorme gravamen para los fondos públicos. Ahora bien, no siempre las razones económicas o las conveniencias financieras pueden saltar por encima de las necesidades políticas.
Pero no solamente tenemos que diversificar nuestras fuentes de energía. El otro gran capítulo es la conservación energética, de forma tal que un mismo kilovatio produzca iguales o mayores resultados con menor consumo. En este sentido, resulta injustificable que las tarifas no sean diseñadas desde esta perspectiva, que no se desgrave el ahorro energético y que no se vigilen los aislamientos en las construcciones de edificios y los diseños de carburación en los automóviles. Es preciso desarrollar una política de incentivos a la productividad, no a los incrementos-cuantitativos de la producción, y que los consumos de calefacción y de la circulación rodada se reduzcan de forma tal que los ciudadanos comiencen a solidarizarse con los intereses globales de la sociedad.
Recetas tan modestas como las anteriormente expuestas y una diversificación inteligente de fuentes de energía no producirían resultados espectaculares, pero nos ayudarían a sobrellevar una época de escasez relativa de energía, en tanto que la sociedad, la ciencia y la tecnología puedan resolver los problemas de seguridad y de coste de las actuales centrales nucleares y descubrir la forma de utilizar sin riesgos la energía atómica.
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